martes, 25 de octubre de 2016

EL SANTO CURA DE ARS Y EL DEMONIO




Un centenario notable 

En momentos en que la Iglesia Católica entera, y más particularmente la Iglesia de Francia, celebra el centenario de la muerte del santo cura de Ars, es natural que busquemos primeramente en su caso las pruebas de la presencia del Diablo en el mundo. Todos sus biógrafos, al contar su vida, han tenido que tratar este tema. En este año del centenario se cree que tal vez le serán consagrados por lo menos veinte volúmenes. La serie ha sido brillantemente iniciada por monseñor Fourrey, obispo de Belley, la diócesis de la cual depende la parroquia de Ars. Debemos nombrar entre los autores que han hablado de él o se preparan a hacerlo al abate Nodet, de Ars, uno de los conocedores más penetrantes de todo cuanto concierne al santo cura; al R. P. Ravier, a escritores de renombre como La Varende, Michel de Saint Pierre, sin olvidar a los maestros como monseñor Trochu, el autor de la vida del santo más reputada y de varios libros sobre él, o a Jean Fabréges, etc. Todos ellos nos dicen que es imposible hablar con alguna seriedad del cura de Ars sin nombrar al "Arpeo". Era el nombre que daba al Diablo. En el dialecto de la provincia y de la época este nombre designaba una horquilla con tres dientes. ¿Por qué había elegido el cura de Ars esta palabra para apodar al demonio? Sin duda porque Satán trata sin cesar de arrojar las almas al infierno como se empuja el estiércol con una horquilla de tres dientes. 

Es necesario antes de abordar el capítulo de las infestaciones diabólicas, presentar al cura de Ars. Su vida es harto conocida. Resumámosla brevemente hasta la entrada en escena del diablo. 

El santo cura había nacido en Dardílly, diócesis de Lyon y a ocho kilómetros de esta ciudad, el 8 de mayo de 1786, en el seno de un modesto hogar campesino. La Revolución no tardó en desencadenarse, en cerrar las iglesias, en perseguir a los sacerdotes fieles. Pero la fe vivía en el fondo de las almas cristianas a pesar de la tempestad. Jean-Marie Vianney — era éste su nombre pese a que se lo denomina generalmente con el nombre que ya es el suyo: el cura de Ars — recibía de sus padres y sobre todo de su piadosa madre las santas tradiciones cristianas. Era muy joven aún cuando decían sus prójimos: "Sabe muchas letanías, habría que hacer de Jean-Marie un sacerdote o un hermano." Y sin embargo, ¿cómo podrían pensar, entonces, que la religión parecía a punto de ser herida de muerte? 

Pero he ahí que todo renacerá. La paz religiosa será restablecida por Bonaparte. Los sacerdotes llamados "refractarios" que la ley perseguía hasta entonces con rigor, vuelven a desempeñar sus funciones. Las iglesias se abren. Las campanas tocan de nuevo a todo vuelo. Jean-Marie Vianney desea ser sacerdote. Pero su memoria es escasa e infiel. El latín le cuesta. La teología y sobre todo la filosofía más aún. El joven tiene una enorme dificultad para proseguir sus estudios. Trabaja, reza, persevera. Dios le da un maestro en la persona del abate Ballay, cura de Ecully, pero un maestro que se empeña, que interviene en su favor en el arzobispado y que obtine por fin que sea admitido en las órdenes. Sin duda es nada más que por su fervorosa piedad y no se le otorgan en seguida los poderes para confesar. ¡Y sin embargo Dios lo destina a convertirse en uno de los confesores que han oído más penitentes en el santo tribunal, durante todo ese siglo! 

Después de un laborioso vicariato en Ecully, fué nombrado cura ecónomo en Ars, una pequeña aldea de Dombes. Estamos en 1818. Jean-Marie Vianney trabajará en Ars hasta su muerte acaecida el 4 de agosto de 1859. ¡Tal es el sacerdote que vamos a ver en lucha con el Diablo! 

Pero es menester ante todo descartar la objeción que podría nacer en algunos espíritus y que provendría de las mismas dificultades que hemos señalado a propósito de sus estudios. ¡Pues bien! nos habla usted de un pobre sacerdote tampoco abierto a los vuelos intelectuales, que tuvieron que aceptarlo como cura solamente por causa de la escasez de ministros de Dios en esa época y únicamente porque sabia rezar muy bien el Rosario porque era muy fervoroso si este hombre viene a decirnos que el diablo se le aparece o que le atormenta o que manifiesta su presencia en forma sensible como haremos para creerlo? ¿Qué autoridad tendrá sobre nosotros esta ciencia que usted declara tan escasa? 

Tal es, en efecto, la objeción. Veremos que fue hecha al santo cura de Ars por sus propios colegas. Y veremos también la respuesta que los acontecimientos le dieron. Por fin tendremos que consultar la opinión de los médicos que lo vieron y pudieron juzgarlo. Ellos nos dirán si fue un ser más o menos tonto, víctima de su imaginación y de sus nervios. 

Por el momento, vamos directamente a los hechos. 

Primeros ataques 

El abate Vianney tenía treinta y dos años cuando llegó a Ars. La pequeña parroquia estaba muy abandonada, muy pobre, muy indiferente. El estaba devorado por el amor a su Dios y a las almas. Recurrió a la plegaria y al ayuno. Fue desde el primer día lo que iba a seguir siendo toda la vida, lo que la Iglesia dice de él en la oración de su aniversario: el hombre de la plegaria incansable y de la continua penitencia. ¿Y qué le pedía a Dios en sus oraciones incesantes y sus mortificaciones cotidianas?: la conversión de su parroquia. 

Si existen enemigos del alma que nosotros llamamos demonios, no pudieron ignorar por mucho tiempo estas grandes aspiraciones del joven sacerdote. Y no podían evitar el deseo de anular sus esfuerzos. Justamente el joven cura, desde sus primeros sermones en la iglesia, se había erigido contra los vicios y el desorden que manchaban su parroquia: el baile y la ebriedad. Era fatal que los intereses lesionados por sus palabras se sublevaran en contra de él. Los dueños de cabarets, los asiduos de las tabernas, los infaltables a los bailes, los profanadores del domingo, se sintieron amenazados en sus pasiones, sus costumbres, sus apetitos sensuales. En su parroquia, con todo, lo veían tan bueno, tan dulce, tan piadoso, tan fervoroso que lo consideraban ya como un santo. Pero los muchachos malvados del vecindario, extranjeros a la parroquia, no vacilaron en emplear contra él el arma de la más odiosa de las calumnias: tuvieron la audacia de atribuir su palidez, la flacura de su rostro, a secretas perversiones. Este hombre que vivía como un ángel, que castigaba su carne todos los días para domarla como a una esclava dócil, y para asociarse a la Cruz del Salvador, hicieron sobre él canciones innobles, le enviaron cartas anónimas, colgaron en su puerta carteles ignominiosos. 

"En esa época — escribe Catherine Lassagne, el testigo más asiduo y más seguro de sus virtudes — fue calumniado, despreciado. Iban a tocar la corneta debajo de su ventana..." 

Sin querer atribuirle sólo al demonio toda esta maniobra, cabe ver en esta campaña odiosa contra su reputación y su honor, un primer ataque del Diablo contra un aposto tan ardiente como era el joven cura. Y faltó poco para que este ataque fuera coronado por el éxito. Un testigo dirá, en efecto, en el proceso de beatificación: 

"Se sintió tan cansado de los viles rumores que se propagaban sobre él que quiso dejar su parroquia, y lo hubiese hecho si una persona que estaba cerca de él no lo hubiera convencido que su partida podía acreditar esos rumores infames." 

¿Qué debía hacer entonces? Abandonarse a Dios, seguir rezando y haciendo penitencia y rogar, en particular, por sus perseguidores. Así lo hizo y fué su primera victoria sobre Satán. 

Horrible tentación 

El Demonio no se dio, sin embargo, por vencido. Y en un nuevo ataque la emprendió directamente contra su adversario. Las mortificaciones mismas que éste se infligía tuvieron tal vez por resultado quebrantar su salud. Aunque de constitución robusta, como verdadero hijo de campesinos que era, tuvo que pasar en los primeros años de su ministerio en Ars una enfermedad bastante grave, debida sin duda a lo que él llamaba más tarde sus "locuras de juventud", es decir los ayunos y maceraciones que se imponía en su prebisterio aislado, bajo las únicas miradas de su Dios. Tuvo, en el transcurso de su enfermedad, pensamientos de desfallecimientos y desesperación. Se creyó muy cerca de la muerte. En varias ocasiones le pareció oír, en lo más profundo de sí mismo, una voz insolente que decía: "¡Ahora es cuando tendrás que caer en el infierno!" Todo esto se sabe por él mismo y por los testigos que han declarado en el proceso de beatificación, pero sobre todo por Catherine Lassagne, ya nombrada por nosotros. 

En el fondo de su corazón, no obstante, su fe era tan ardiente que gritó su confianza en Dios y que, por este medio, volvió a encontrar prontamente la paz interior que había estado a punto de perder. 

Hasta aquí nos vemos obligados a comprobar que el joven sacerdote está en la línea más pura del apostolado cristiano, que da pruebas de buen sentido, de cordura espiritual, de fuerza y de solidez mental. 

Calumnias, tentaciones: no salimos todavía de los métodos comunes, de los procedimientos ordinarios que caracterizan las intervenciones diabólicas en nuestros destinos humanos. Pero ahora llegamos a las infestaciones demoníacas que constituyen una cosa completamente distinta, como vamos a ver. 

Los juegos de Satán 

Va a producirse en la lucha de Satán contra el cura de Ars un crescendo notable. Parecería, pues, que le ocurre exactamente lo que le había sucedido muchos siglos antes al que llamamos "el santo hombre Job". Las tentaciones se convierten en infestaciones. El demonio ha obtenido de Dios, soberano Señor de nuestros destinos, el permiso para llegar más allá de los límites que le son comúnmente impuestos con respecto a nosotros — felizmente, por otra parte —. Admitamos que San Agustín haya podido hablar de "ese perro encadenado" que no puede morder. 

Pero la cadena, con el permiso divino, puede aflojarse un poco. La cosa comenzó para el abate Vianney durante el invierno de 1824 a 1825. Era cura de Ars desde hacía seis años y contaba treinta y ocho. Siempre los fenómenos extraños se producían durante la noche. Ruidos inquietantes le impedían dormir. Nada miedoso, creyó al principio que se trataba de vulgares roedores que desgarraban los cortinajes de su cama. Puso entonces a mano una horquilla para espantarlos. Fue inútil, cuanto más golpeaba las cortinas para atemorizar a las ratas, más ruidosos se tornaban los dientes roedores. Pero de día no quedaba ningún rastro de sus estragos en las cortinas. Ni un instante, sin embargo, pensó que tenía que vérselas con el diablo. De acuerdo con las palabras de un sacerdote, que más tarde le fue enviado como ayudante, el abate Toccanier: "No era un crédulo y no prestaba fe con facilidad a las cosas extraordinarias." 

No obstante, todo nos induce a creer que se trataba ya entonces de intervenciones demoníacas, como lo demostraron los acontecimientos ulteriores. 

Un autor, que tendremos oportunidad de citar largamente más adelante y que goza de autoridad en materia de mística diabólica, como asimismo de mística divina, el canónigo Saudreau, escribe con mucha claridad: 

"El demonio actúa sobre todos los hombres, tentándolos... Nadie escapa a sus ataques: son éstas sus operaciones comunes. En otros casos mucho más raros, los demonios muestran su presencia mediante vejaciones penosas, pero que son más aterradoras que peligrosas: hacen ruidos, se mueven, trasladan, hacen caer y a veces rompen ciertos objetos: es lo que se llama infestación." 

No es imposible que el canónigo Saudreau haya tenido presente al escribir estas líneas precisamente las experiencias del cura de Ars, pero no eran éstas las únicas, sin duda, que ocupaban su mente. 

Y Satán siempre, creemos nosotros, con el permiso de Dios, va a ir más lejos. 

Pronto, en efecto, en el silencio de las noches, el joven cura oyó que golpeaban a las puertas; gritos extraños cuyo eco resonaba en el presbiterio. El abate Vianney siguió sin pensar en el demonio y simplemente atribuyó a ladrones tentados por los bellísimos adornos y objetos preciosos ofrecidos a su iglesia por el vizconde de Ars que ya se hallaban almacenados en el granero. Se levantó, pues, bajó hasta el pequeño patio, revisó todo, buscó en los rincones y recovecos. Nada. ¡No había nada! Todavía no comprendió. Y decidió pedir ayuda a algunos fieles contra los asaltantes invisibles que lo amenazaban. 

El relato de un testigo 

El carretero de la aldea era entonces un fuerte muchacho de veintiocho años —estamos en 1826 — y vivirá lo bastante para declarar como testigo en el proceso de beatificación. Se llamaba André Verchére. Hay que dejarle la palabra y leer simplemente su declaración hecha bajo juramento, por primera vez el 4 de junio de 1864, cinco años después de la muerte del santo, y por segunda vez el 2 de octubre de 1876. 

"Desde hacía varios días — dice —, el padre Vianney oía en su presbiterio un ruido extraordinario. Una noche fue a verme y me dijo: —No sé si serán ladrones. . . ¿Querría usted venir a dormir en el presbiterio? 

"—Cómo no, señor cura, voy a cargar mi fusil. 

"Llegada la noche fui al presbisterio. Conversé al calor de la chimenea, con el señor cura, hasta las diez. «Vamos a acostarnos», dijo él por fin. Me cedió su cuarto y ocupó el contiguo. No me dormí. Alrededor de la una oí que sacudían con violencia el pestillo y el pomo de la puerta que da sobre el patio. Al mismo tiempo, contra la misma puerta, resonaban golpes de maza, en tanto que en el presbiterio se oía el ruido de truenos como si fuera el rodar de varios coches.

"Así mi fusil y me precipité hacia la ventana que abrí. Miré y no vi nada. La casa tembló alrededor de un cuarto de hora. Mis piernas hicieron otro tanto y me sentí mal durante ocho días. Cuando el ruido empezó, el señor cura había encendido una lámpara. Se acercó a mí. 

—¿Ha oído usted? —me preguntó. 

—Por supuesto que he oído, por eso me he levantado y tengo mi fusil. 

El presbiterio se movía como si la tierra temblara.

—¿Tiene miedo, entonces? —volvió a preguntarme el señor cura. 

—No — repuse —, no tengo miedo, pero siento que mis piernas se aflojan. ¡El presbiterio va a derrumbarse! . . .

—¿Qué cree usted que es? 

—¡Creo que es el Diablo!

"Cuando cesó todo el ruido volvimos a acostarnos. El señor cura regresó la noche siguiente a rogarme que volviera con él. Le contesté: 

—Señor cura, ¡ya he tenido bastante con lo de anoche!

" Este relato fue confirmado por el mismo cura de Ars que contaba, años más tarde, en la "Providencia" —institución de caridad fundada por él— cómo su primer guardián, en el presbiterio había tenido miedo: "El pobre Verchére —decía riendo— estaba todo tembloroso con su fusil.. . ¡No se acordaba más que lo tenía en la mano!" 

Otros testigos 

Con la retirada del carretero, el abate Vianney se dirigió al alcalde quien envió al presbiterio a dos guardias juntos: su propio hijo Antoine, fuerte muchachón de veintiséis años, y el jardinero del castillo de Ars, Jean Cotton, de veinticuatro. Todas las noches durante unos diez días pernoctaron en el presbiterio. Y éstas fueron sus declaraciones en el proceso de beatificación: 

"No oímos ningún ruido — informa Jean Cotton —. No ocurrió lo mismo con el señor cura que dormía en un departamento contiguo. Más de una vez su sueño fue perturbado y nos interpelaba diciendo: ¿Hijos, no oyen ustedes nada? Le contestábamos que ningún ruido llegaba a nuestros oídos. Con todo, en cierto momento, oí un ruido semejante al que produce la hoja de un cuchillo golpeando con rapidez un recipiente con agua... Habíamos dejado nuestros relojes cerca del espejo del cuarto. «Estoy muy asombrado — nos dijo el señor cura — porque los relojes de ustedes no se han roto.»" 

A pesar de todo el abate Vianney no se atrevía aún a pronunciarse sobre el origen y la naturaleza de los ruidos insólitos que oía. Pero por fin se hizo la luz plena en su espíritu como consecuencia de una nueva experiencia. 

Las calles se hallaban cubiertas de nieve. Era pleno invierno. Súbitamente, en el transcurso de la noche se oyen gritos en el patio del presbiterio. 

"Era —escribe Catherine Lassagne, que lo sabía por el mismo cura — como un ejército de austríacos o de cosacos que hablaban confusamente un idioma que él no comprendía." 

Baja, entonces, abre la puerta, mira la nieve inmaculada en la calle. ¡Ninguna huella de pasos! Entonces ¡todo este barullo, todos estos rumores de ejércitos que pasan, no eran más que imaginación! En todo caso, pensó, no hay nada de humano en todo esto. Pero si no era humano no podía tampoco ser hecho por "espíritus buenos". ¡Esta vez, había tenido miedo! Fue el presentimiento de un ataque infernal. Su convicción estaba hecha: 

"Pensé que era el demonio — decía más tarde a su obispo, monseñor Devie, que lo interrogaba —, porque tenía miedo: ¡Dios no da miedo!" 

Desde ese momento no creyó útil recurrir a protecciones humanas. Despachó a todos los guardianes y quedó solo frente al Adversario. 

El Arpeo 

Este Adversario — es el sentido, lo sabemos ya, de la palabra Diablo o Satán — él lo llamaba el Arpeo, y hemos dicho por qué. Cuando ya estuvo seguro de lo que se trataba adoptó una táctica muy sencilla y muy juiciosa. 

"Le pregunté varias veces — declaró su confesor, el abate Beau — cómo rechazaba estos ataques. Me contestaba: —Me vuelvo hacia Dios; hago la señal de la Cruz; dirijo algunas palabras de desprecio al demonio. Por lo demás he advertido que el ruido es más fuerte y los ataques más frecuentes cuando, al día siguiente, debe venir a verme un gran pecador." 

Esto fue para el humilde cura, que los pecadores iban a ver desde todos los puntos de la diócesis y aún mismo desde toda Francia y a veces del extranjero para confesarse con él, un gran descubrimiento y una maravillosa consolación. 

"Tenía miedo — decíale más tarde a un amigo fiel que declaró luego—, tenía miedo en los primeros tiempos; no sabía qué era; pero ahora estoy contento. Es una buena señal: la pesca del día siguiente es siempre excelente." 

Y otra vez: "El diablo me ha perturbado en grande esta noche; mañana tendremos a mucha gente . . . El Arpeo es muy tonto: me anuncia él mismo la llegada de los grandes pecadores. . . Está encolerizado: ¡tanto mejor!" 

Un ejemplo memorable 

Uno de los ejemplos más notables de estas infestaciones diabólicas es el que se produjo en ocasión de los ejercicios del jubileo, en diciembre de 1826, en Saint-Trivier-sur-Moignans. 

Esta pequeña ciudad se halla situada a una docena de kilómetros de Ars. Todos los sacerdotes de los alrededores se habían dado allí cita para el jubileo que debía, según se esperaba, atraer a muchas gentes y suscitar numerosas confesiones. 

El abate Vianney había salido de su casa mucho antes del alba. Mientras caminaba rezaba su rosario. Era su arma favorita contra Satán. Cosa inexplicable en este mes del año, cercano al invierno, alrededor de él se levantaban fulgores siniestros. El aire parecía en llamas. Veía arder los arbustos a los lados del camino. Pensó que sería Satán que, previendo los frutos de salvación que el jubileo iba a producir, intentaba espantarlo. Pero esto no le impidió proseguir su camino. 

Cuando llegó al presbiterio de Saint-Trivier, empezó sin tardanza la tarea que le era propia. Por la noche, cuando todo se hallaba en calma en el presbiterio, se oyeron ruidos inexplicables. Parecían provenir del cuarto del cura de Ars. Sus colegas, molestos por estos ruidos insólitos, fueron a quejársele. "Es el Arpeo — repuso él sencillamente—: ¡está enojado por todo el bien que se hace aquí!" 

Pero sus colegas no hicieron sino reírse de su seguridad: "Usted no come, no duerme —le dijeron—, le zumba la cabeza, ¡las ratas le corren por el cerebro! . . ." 

Y en los días siguientes las bromas arreciaron. Pero una noche que los reproches se hicieron más vehementes no dijo nada. Apenas se había acostado cuando se oyó el ruido como de un carruaje muy cargado que hacía temblar el presbiterio. Todos se levantaron aterrados. 

Mientras se preguntaban de dónde podía venir semejante barullo, se oyó en el cuarto del cura de Ars un escándalo tal que el cura del lugar, Benoit, exclamó: "¡Están asesinando al cura de Ars!" En seguida, todos se dirigieron a la habitación y abrieron la puerta. ¿Y qué vieron? El abate Vianney estaba tranquilamente acostado en su cama, pero manos desconocidas lo habían empujado hasta el centro del cuarto. En ese momento, se despertó para decirles tranquilamente: "Es el Arpeo el que me ha arrastrado hasta aquí y que ha hecho todo este estruendo . . . No es nada . . . siento no haberlos prevenido. Pero es buena señal: mañana habrá aquí un pez gordo." 

Se preguntaron de cual "pez" se trataría. 

Sus compañeros lo embromaron un poco temiendo lo que llamaban sus "alucinaciones". Sin embargo no se había equivocado. Lo vieron bien cuando un personaje de la región que todos sabían alejado de las prácticas religiosas, el caballero de Murs, entró en la iglesia y se dirigió directamente al confesionario del cura de Ars. Esta conversión hizo una impresión enorme en toda la provincia. Desde ese momento, uno de los críticos más agresivos con respecto al abate Vianney empezó a considerarlo como "un gran santo". 

Otras manifestaciones 

Las infestaciones de Satán siguieron produciéndose durante largos años. Ora el santo cura de Ars sufría solo los ataques. Ora el Demonio intentaba perturbar las almas de quienes lo rodeaban. Las directoras y las huérfanas de la "Providencia", esa magnífica institución fundada por el cura de Ars, oyeron, ciertas noches, ruidos extraños. O si no el demonio empleaba sus tretas con esa comunidad: 

"Cierto día — declaró más tarde en el proceso de beatificación Marie Filliat —, después de haber lavado la marmita, la había llenado de agua para hacer la sopa. Vi en el agua unos pedacitos de carne. Era día de abstinencia. Vacié bien la marmita, la lavé y volví a echarle agua. Cuando la sopa estuvo pronta para servirla vi que se habían mezclado pedacitos de carne. El señor cura cuando lo enteré me dijo: «Es el diablo quien ha hecho eso. Sirva igualmente la sopa.»" 

Como puede verse, el cura de Ars no se perturbaba. Su buen sentido permanecía inalterado y su confianza en Dios lo ponía fuera del alcance de Satán. Cierto día que le preguntaron si nunca tenía miedo respondió simplemente: "¡Uno se acostumbra a todo! . . . ¡El Arpeo y yo somos casi camaradas!" 

Esto no quiere decir, evidentemente, que hacía causa común con él. El 4 de diciembre de 1841, hizo la siguiente confidencia a las directoras de la "Providencia": "Oigan esto: anoche el demonio vino a mi cuarto mientras yo rezaba mi breviario, soplaba fuertemente y parecía vomitar no sé qué, trigo o maíz, sobre mis mejillas. Yo le dije: «¡Me voy allá (al orfelinato) a contarles cómo procedes, para que te desprecien!» Y él se calló inmediatamente." 

Otra vez, cuando el abate Vianney trataba de dormirse — ¡tenía tanta necesidad de reposo! —, el demonio, interesado en gastar lo más posible sus fuerzas, se puso a gritar: ¡Vianney, Vianney, te venceré te venceré! 

"¡No te tengo ningún miedo!" —replicó el santo hombre. 

Muestran en el presbiterio de Ars una cama que perteneció al abate Vianney y que fue quemada no se sabe cómo mientras él estaba en la iglesia. Cuando corrieron a decirle que su casa se incendiaba se limitó a dar su llave para que pudieran entrar a apagar el incendio. Pero agregó sin emoción visible: "¡Ese vil Arpeo! ¡No ha podido apoderarse del pájaro y ha quemado su jaula!" 

Con mucha frecuencia el Diablo injuriaba al abate Vianney, le profería amenazas, lanzaba gritos de animal. Lo apostrofaba en términos groseros: "¡Vianney, Vianney! . . . ¡Comedor de trufas! (llamaban así en la región a las papas). ¡Ah, no te has muerto todavía!. . . ¡No te me escaparás!" Y en seguida imitaba los gruñidos de un oso, los aullidos de un perro, sacudía las cortinas de la casa con furor, etc. 

Otras veces, según las declaraciones de Catherine Lassagne y del hermano Athanase, el demonio "imitaba el ruido de un martillo que clavara clavos en el piso o rodeara un barril con aros de hierro; tocaba el tambor sobre la mesa, sobre la chimenea, sobre la vasija de agua, o bien cantaba con una voz aguda y falsa, lo cual hacía decir al abate Vianney': "¡El Arpeo tiene una voz muy fea!" 

En el fondo todo esto era más grotesco y pueril que peligroso. Y es porque el demonio — felizmente — no tiene permiso para hacer todo. El abate Vianney había recibido de su Dios una tarea que cumplir. Si el demonio la tornaba más difícil privándolo de dormir, atacándolo por todas partes, también la tornaba más meritoria y más eficaz. Las infestaciones se volvían en suma contra el propio autor. Veremos que ocurre lo mismo en algunos casos de posesión. 

Existen en la actualidad "poseídos-víctimas" que han aceptado su prueba para estar asociados con la Cruz redentora, esa Cruz debió significar el triunfo de Satán y fue su más grande derrota. Pero todo esto se aclarará más adelante. 

No nos cabe duda que lo mismo ocurrió con el cura de Ars. Aceptó soportar todas las vejaciones del demonio por la salvación de las almas. Aprendió muy pronto, por su experiencia cotidiana, que estos combates con el demonio estaban ligados a la conversión de los grandes pecadores que Dios le mandaba de todas partes de Francia y aun del extranjero. 

Pero citemos todavía las manifestaciones más notables de Satán en esa vida del "modelo de los curas católicos", como ha podido llamársele con todo derecho. 

La serpiente 

Desde San Juan Evangelista, el Dragón o la Serpiente que tentó a Eva han estado identificados con Satán. No es, por tanto, asombroso que el demonio se muestre de nuevo, a veces, bajo la forma de una serpiente. Veremos un ejemplo de ello, en un capítulo ulterior, a propósito de la posesión diabólica de Claire-Germaine Cele, en Africa del Sur. Pero aquí citamos una página del más antiguo biógrafo del cura de Ars, el abate Monnin, relatando el testimonio de Catherine Lassagne, tan conocida por su abnegación con el santo cura: 

"Cierta noche — habla Catherine —, el señor cura había venido a casa nuestra para ver a un enfermo. Cuando regresé de la iglesia me dijo: «Le agradan las noticias; ¡pues bien! aquí tiene una bien fresca: escuche lo que me ocurrió esta mañana. Tenía algo sobre mi mesa; ¿sabe lo que es?» . . ." 

Aquí un paréntesis: quería hablar de su disciplina. Nunca había hablado de ello con Catherine, pero ella había hallado muchas veces, debajo de la cama, el terrible instrumento. Ella sabía bien que no estaba ahí para adorno. Con toda evidencia el santo sacerdote lo usaba, no sólo a menudo, sino todos los días. Pero ella jamás se lo había mencionado; ni él a ella. Cómo, entonces, esta vez pudo decirle: ¿Sabe lo que es? .. . De pronto, prosiguió: 

"—Empezó a moverse sobre mi mesa como una serpiente . . . Esto me asustó un poco. Usted sabe que tiene una cuerda en la punta: agarré esta cuerda; estaba tan dura como un pedazo de madera: la volví a poner sobre la mesa; empezó de nuevo a moverse, y así hasta tres veces. 

"—¿Tal vez usted hacía oscilar la mesa? — objetó una de las maestras presentes en la conversación. 

"—No —repuso el señor cura—, ¡ni la había tocado!" 

 Apariciones del Maligno 

También es el abate Monnin quien se pregunta si el Diablo se le apareció realmente al cura de Ars. Quiere decir una aparición visible, una aparición que no se notara solamente con el oído. Sabemos que en reiteradas ocasiones el demonio ha "soplado la cara" del santo, o que éste ha sentido sobre su rostro no se sabe qué de semejante al paso de una rata o de un topo. Pero ¿vio a Satán y bajo qué forma? A esta pregunta el abate Monnin contesta con dos hechos. 

El abate Vianney vió cierto día, a las tres de la madrugada, un enorme perro negro que tenía ojos fulgurantes, el pelo erizado y que rascaba la tierra en el lugar donde se había enterrado, pocas semanas antes, el cuerpo de un hombre que había muerto sin confesión. La vista de ese perro en semejante lugar lo asustó mucho. No tuvo dudas sobre su identidad. Convencido de que era el Diablo, corrió a refugiarse en su confesionario. Encontramos, añade el abate Monnin, algo muy semejante en la vida de santo Stanislas de Kotska, a quien el diablo se le apareció en el curso de una enfermedad, bajo la forma de un perro furioso, que parecía querer lanzarse sobre él, y que él rechazó por tres veces mediante la señal de la cruz. 

El abate Vianney contaba también que el Demonio se le había aparecido bajo la forma de murciélagos que andaban por su cuarto y revoloteaban alrededor de su cama. Eran tantos que cubrían las paredes. 

Con lo cual nos preguntamos, como el abate Monnin, por otra parte, si el santo cura de Ars era el único que oía, sentía o veía tantas cosas sospechosas. 

Testimonios 

A esto tenemos ya pronta una respuesta. Al principio de las infestaciones, el buen cura no sabía de qué se trataba. Había pedido y obtenido la intervención de algunos de sus fieles, un Verchére y otros más. Y todos oyeron al igual que él. Todos habían tenido miedo, mucho más que él. Y todos habían llegado a la conclusión, como él, que era imposible confundir con ruidos naturales lo que habían oído. Pero el abate Monnin cita además otros testimonios y nosotros los consignaremos de acuerdo con él, porque van a demostrarnos cabalmente el hecho capital de las infestaciones diabólicas en Ars, alrededor del santo Jean-Marie Vianney. 

En 1829, cuando estas "diabluras" duraban desde alrededor de cinco años atrás, llegó a Ars un joven sacerdote de la diócesis de Lyon, que era el hijo de la viuda Bibot quien había prestado tantos servicios al santo cura cuando éste se instaló en 1818. 

El abate Bibot, heredando la confianza de su madre en el abate Vianney, había ido junto a él para hacer allí un retiro espiritual. Fue, naturalmente, acogido con el mayor afecto por el cura de Ars que guardaba un profundo agradecimiento a la madre, y lo hospedó en el presbiterio. 

Ahora bien, poseemos un relato del abate Bibot sobre lo que ocurría entonces en el presbiterio perseguido del santo cura. Este relato fue registrado por el abate Renard, un amigo del abate Bibot, que lo interrogó en esta forma: 

—Usted duerme en el presbiterio. ¡Pues bien! va a darme noticias del diablo. ¿Es verdad que hace ruido? ¿Lo ha oído usted? 

—Sí — repuso el abate Bibot —. Lo oigo todas las noches. Tiene una voz aguda y salvaje, que imita el aullido de una fiera. Se agarra a las cortinas del señor cura y las sacude con violencia. Lo llama por su nombre; he oído muy claramente estas palabras: ¡Vianney! ¡Vianney! ¿Qué haces ahí? ¡Vete! ¡Vete! . . . 

—Ese ruido y esos gritos ¿deben de haberlo asustado? 

—No precisamente. No soy miedoso y por otra parte la presencia del abate Vianney me tranquiliza. Me recomiendo a mi ángel guardián y consigo dormirme. Pero tengo sinceramente lástima del pobre cura; no quisiera quedarme siempre con él. ¡Como no estoy aquí más que de paso me las arreglaré más o menos bien con la gracia de Dios! 

—¿Ha interrogado al señor cura sobre este asunto? 

—No. Lo he pensado varias veces, pero el temor de afligirlo me ha cerrado la boca. ¡Pobre cura! ¡Pobre santo hombre! ¿Cómo puede vivir en medio de ese barullo? . . 

He ahí un primer testimonio que tiene mucha fuerza. El abate Bibot ha oído. Ha tenido lástima del abate Vianney. Ha comprendido que él no tendría la fuerza de sufrir semejantes ataques constantemente repetidos. ¡Era pues algo muy real y muy torturante esta batalla continua que se libraba con el demonio! 

Pero hay otra cosa más que debemos retener del relato del abate Bibot, son las palabras que he estudiado: esas palabras repetidas por Satán en el oído del santo cura: 

—¡Vianney! ¡Vianney! ¿Qué haces ahí? ¡Vete! ¡Vete! . . 

Insistiremos sobre estas palabras un poco más adelante, pero desde ya podemos retener que constituyó ésta una de las formas de la persecución o infestación diabólica en la santa vida de ese confesor y convertidor infatigable que fué Jean-Marie Vianney. 

Otro testimonio 

Pero aquí tenemos, siempre en la biografía escrita por el abate Monnin, un segundo testimonio.  

En 1842 —por tanto trece años después de la visita del abate Bibot — llegó a Ars un penitente, pero que vacilaba aún en su resolución de confesarse con el santo cura de Ars. Se trataba de un antiguo militar convertido en gendarme, en el departamento del Ain. Se había, como todos los demás, levantado en plena noche para esperar a la puerta de la iglesia la llegada del confesor tan famoso que todos veneraban. 

Mientras tardaba en llegar, el hombre dio unos pasos alrededor de la iglesia, junto al presbiterio. Había sufrido recientemente aflicciones y le quedaba como una impresión a la vez de tristeza, de inquietud y de terror religioso, todo ello mal analizado, en el fondo de sí mismo. La verdad cristiana lo atraía y le daba miedo. Quería confesarse, pero se libraba aún un tremendo combate en su espíritu, alrededor de su decisión de convertirse . . . 

Fue en el transcurso de esta lucha que tantos otros han conocido, ya sea en Ars, ya sea en otra parte, que oyó súbitamente un ruido extraño que le pareció provenir de la ventana del presbiterio. 

"Escucha —escribe el abate Monnin— una voz fuerte, aguda y estridente, como debe ser la de los condenados; esa voz repite varias veces estas palabras que llegan claramente a sus oídos: «¡Vianney! ¡Vianney! ¡Ven pues! ¡Ven pues!» Este grito infernal lo hiela de horror. Se aleja presa de una extrema agitación. En ese momento, en el gran reloj del campanario suena la una. Pronto aparece el señor cura con una lámpara en la mano. Encuentra al hombre todavía presa de una viva emoción, lo tranquiliza, lo conduce hasta la iglesia y, antes de haberlo interrogado y haber oído la primera palabra de su historia lo deja atónito con éstas palabras: «Amigo mío, tiene usted penas; acaba de perder a su mujer como consecuencia de un parto. Pero tenga confianza; Dios vendrá en su a y u d a . . . Es menester primero poner orden en su conciencia; pondrá usted después más fácilmente orden en sus asuntos.» 

"—No traté de resistir — cuenta el gendarme — caí de rodillas, como un niño, y empecé mi confesión. En mi perturbación apenas podía ligar una idea con la otra, pero el buen cura me ayudó. Pronto había penetrado en el fondo de mi alma; me reveló cosas que no pudo haber conocido y que me asombraron más allá de toda expresión. No creía yo que se pudiera leer así en los corazones."

A propósito de este nuevo testimonio, no está, sin duda, fuera de lugar subrayar que uno de los rasgos que será menester destacar en el capítulo que deseamos consagrar a la posesión diabólica y a sus signos reveladores, es justamente el del conocimiento de hechos ocultos. Y en nuestros capítulos ulteriores, en varias ocasiones tendremos que dar ejemplos de este conocimiento de las conciencias por parte de Satán. 

¿Qué quiere decir? ¡No era por el demonio, ciertamente, que el santo cura de Ars poseía el don de leer en las almas! Lo que Satán conoce, podemos casi asegurarlo, surge de sus dones de espíritu angélico, aunque sea un ángel caído. En el abate Vianney, por el contrario, el conocimiento del secreto de las conciencias era el más admirable de los carismas, aquel por el cual conseguía los más grandes resultados para la conversión de los pecadores. La declaración del gendarme que acabamos de anotar no es más que un ejemplo entre miles. 

Testimonio del médico 

Estamos ahora en posición de rechazar las explicaciones demasiado sumarias según las cuales se trata de atribuir los hechos diabólicos consignados aquí a los ayunos excesivos del abate Vianney o a una tendencia en él a ver lo sobrenatural en todo lo que le acontecía. Sus colegas habían empezado por ahí. Pronto hicieron marcha atrás. Habían terminado, todos, por rendir homenaje a su serenidad robusta y sana, al realismo tranquilo de sus relatos sobre Satán. Efectivamente, él hablaba de todo ello sin hacerse rogar. A menudo, hacía bromas al respecto. Catherine Lassagne ha anotado muchas veces lo que les decía sobre este asunto a quienes lo rodeaban. Era también, lo hemos visto, una de sus réplicas al demonio: "¡Les diré lo que haces para que se burlen de ti! . . ." 

Pero no dejemos de oír sobre este tema lo que pensaban sus médicos. 

Quienes lo han conocido dijeron, todos, que era un hombre dotado de un perfecto equilibrio físico y moral. 

Cuando interrogaron a su médico habitual, M. J. B. Saunier, precisamente sobre las infestaciones, y como se atrevieron a pronunciar delante de él la palabra "alucinación", este respondió categóricamente: "Sólo tenemos una palabra que decir en lo tocante a las llamadas explicaciones psicológicas de los fenómenos de este tipo. Si es que estas explicaciones pueden ser admitidas cuando se trata de informar sobre hechos rodeados de circunstancias patológicas concomitantes, que descubren su naturaleza y que en general nunca dejan de producirse — estupidez, convulsiones, signos de demencia —, se torna imposible atribuirles la misma causa cuando se hallan unidos, como en el caso del señor Vianney, al cumplimiento regularísimo de todas las funciones del organismo, a esa serenidad de ideas, a esa delicadeza de percepción, a esa seguridad de juicio y de miras, a esa plenitud de posesión de sí mismo, al mantenimiento de esa salud milagrosa que no conocía casi desfallecimientos en medio de la incesante serie de tareas que absorbieron semejante existencia." 

Este médico tiene razón. Los dones sobrenaturales con que Dios honró al cura de Ars se hallaban injertados en cualidades de naturaleza que la historia comprueba sin esfuerzo. Más que ningún otro sacerdote de su diócesis, y quizá de su tiempo, tenía las aptitudes necesarias para ejercer con ventaja las funciones de exorcista. Su obispo, monseñor Devie, el que un di a dijo, para cerrarles la boca a ciertos críticos: "No sé si el cura de Ars es instruido, pero sé que es un iluminado", estaba tan convencido de ello que le había dado un permiso general para usar sus poderes de exorcista todas las veces que se le presentara la ocasión. Lo veremos actuar en otro capítulo de nuestro libro. 

Pero antes es necesario que continuemos nuestro estudio sobre los ataques del demonio en esta vida de un santo de nuestra época. 

La más grande de las tentaciones 

En el gran panegírico de san Jean-Marie Vianney que monseñor Fourrey, obispo de Belley, expuso en Nuestra Señora de París en el año del centenario, el 12 de abril de 1959, las infestaciones diabólicas estaban descritas en estos términos: 

"No me explayaré en evocar aquí los tormentos extraños que, repetidos a lo largo de treinta y cinco años, hubieran ineluctablemente paralizado el ministerio de cualquier otro sacerdote. En cuanto hubo discernido el origen diabólico de ellos, él se tranquilizó: el Señor que él servía era más fuerte que el Adversario. Llegó hasta regocijarse cuando los fenómenos nocturnos se hicieron particularmente aterradores: era para él la señal que al día siguiente grandes pecadores — «peces gordos», como el decía — llegarían hasta su confesionario, prisioneros de la gracia." 

Pero el elocuente prelado añadió en seguida, indicando el rasgo más importante, a su juicio, de las persecuciones demoníacas, en esta vida de un gran santo. 

"Deseo señalar — dijo el obispo — el juego más sutil del espíritu maligno, tratando de hundirlo en la desesperación, luego de separarlo — so pretexto de una más alta santidad —, de la función que la Iglesia le había encomendado. 

"La obsesión de la salvación de las almas que colmaba el corazón del cura de Ars iba a convertirse en la pasión santa de la cual — paradójicamente — el enemigo de todo lo bueno iba a servirse para cegarlo. Iba a encerrar al hombre de Dios en el drama íntimo más desgarrador que pueda concebirse. Al querer salvar las almas ¿no arriesgaba él, ignorante, incapaz, de conducirlas a la perdición y de condenarse junto con ellas? Su verdadero deber ¿no era hacerse a un lado ante un sacerdote de valor y ocultar en el retiro, la oración, la penitencia, su inmensa miseria? Pero he aquí el desgarramiento que hace presa de él: el jefe de la diócesis le ordena permanecer en su puesto, continuar en sus funciones, esa función superior a sus fuerzas que tiene miedo de traicionar." 

Nada más conmovedor que este drama. ¡El demonio ha atacado al santo por lo que podíamos llamar su "punto débil" y ese "punto débil" es en realidad su "punto fuerte!" ¡Es el sacerdote fiel, es el que ama, que desea servir! Pero es el que conoce su nada, que se humilla ante su Jesús. ¡Y el demonio entra en su juego, se apodera de esta humildad para llevarla a cierto exceso que, de una virtud muy grande haría el más temible de los peligros para el alma del santo! ¿Puede concebirse una maniobra más hábil ni más peligrosa para aquel contra el cual estaba dirigida? Agreguemos que lo que reforzaba al santo cura en sus designios de retiro, era su creencia, como lo han creído muchos santos sacerdotes antes que él, y aun mismo de su época, que conviene poner un poco de espacio entre el ejercicio del ministerio y la muerte para reparar en la penitencia, todas las insuficiencias de la acción en el transcurso de una vida. 

"El Maligno —prosigue monseñor Fourrey— trata de atrapar al cura de Ars en la única trampa en la cual puede caer. Lo empuja por un camino que no es el que Dios le ha trazado, poniendo en juego la angustia de conciencia en la cual se debate. 

"Escuchemos al hermano Athanase: «El servidor de Dios tenía muchas penas interiores. Estaba particularmente atormentado por el deseo de soledad: hablaba de ello con frecuencia. Era como una tentación que lo obsesionaba durante el día y más aún por la noche.» «Cuando no duermo a la noche — me decía —, mi espíritu viaja siempre: estoy en la Trapa, en la Cartuja; busco un rincón donde llorar mi pobre vida y hacer penitencia por mis pecados.» Decía también a menudo que no comprendía cómo, al ver sus miserias, no se entregaba a la desesperación. Tenía un terror muy grande de los juicios de Dios; cada vez que hablaba de esto temblaba; lloraba y decía que su mayor aprensión era la de caer en la desesperación en el momento de su muerte. Temía y llevaba con miedo su carga pastoral. No quería morir siendo cura. Fué este temor, lo confiesa, la causa de su segunda tentación de evasión. «Quise — me dijo— poner a Dios contra la espada y la pared, con el fin de hacerle ver que si muero en mi cargo de cura es muy a pesar mío y porque El lo quiere.»" 

Tal vez, por el contrario — diremos nosotros —, Dios deseaba, al aproximarse una época en que las vocaciones se tornarían más raras, mostrar por medio de ese ejemplo que un buen cura puede y debe morir en la brecha. En los tiempos del cura de Ars los sacerdotes no escaseaban tan cruelmente como en nuestros días. Lo cual explica un diálogo como el siguiente: 

"—Me iré de aquí. 

"—Monseñor no lo permitirá. 

"—Monseñor no se preocupa por mí: tiene bastantes curas; necesito mucho, algún tiempo para llorar mi pobre vida y prepararme a morir haciendo penitencia." 

Este diálogo lo mantuvo con Catherine Lassagne como lo había tenido con el hermano Athanase y ella lo transcribe con esta conclusión: "Por eso él trató de irse." 

Y, sin embargo, si creemos al abate Monnin que está tan al corriente de todos los detalles de esta vida, el santo de Ars reconocía que había intemperancia en este deseo de él y que el demonio se servía de ello para tentarlo. Y como sabemos que el grito iracundo del demonio: "¡Vianney! ¡Vianney! ¿qué haces ahí? ¡Vete! ¡Vete,!" se había hecho oír desde los primeros años de su ministerio —por lo menos desde 1829, según el testimonio del abate Bibot—, puede decirse que ésa fue la tentación dominante de su vida, que él le resistió valientemente, que estuvo casi por cederle en dos ocasiones, pero terminó por obedecer la voluntad de Dios y las órdenes de su obispo, tanto que murió en su puesto como lo deseaba su Jesús. 

"Sus huidas" — sigue diciendo monseñor Fourrey — no fueron de ninguna manera gestiones de rebelión. Al partir escribió al jefe de la diócesis: "Está usted seguro que volveré cuando usted lo quiera." Pero este modo de poner sobre aviso a la autoridad episcopal sobre su drama de conciencia le parecía el medio de obtener finalmente la liberación a la cual aspiraba. "Había creído, al huir, cumplir con la voluntad de Dios", ha asegurado Catherine Lassagne. 

"Sólo después del fracaso de la tentativa de 1853, él descubrió la maniobra del Maligno en sus sueños obsesionantes de soledad y de vida penitente, lejos de Ars . . ." 

Tal fue pues la más dura batalla del cura de Ars contra el Arpeo. Si el demonio le jugaba malas pasadas, dejándose ir a esas manifestaciones grotescas e irrisorias, sabía por otra parte revelarse un tentador singularmente hábil y penetrante. 

El cura de Ars y el espiritismo 

Nuestro estudio concerniente al "cura de Ars y el Diablo" no sería completo si no citáramos algunos rasgos precisos de él con respecto al espiritismo que consideró siempre como diabólico. Al conde Jules de Maubou, que tenía propiedades cerca de Villefranche, en Beaujolais, le agradaba ir a ver, durante su estada en la región, al santo hombre del cual era el penitente y amigo. Ahora bien, le había ocurrido, en medio de una sociedad distinguida en la cual se "divertían" en hacer mover y hablar las mesas, tomar parte en este juego por simple condescendencia con la moda. 

Dos días después se dirigió a Ars, vio al abate Vianney y, como de costumbre, se acercó sonriente a él tendiéndole la mano. 

Cuál no sería su estupor cuando el buen cura lo detuvo con un ademán antes que él hubiera podido dirigirle la palabra, para decirle con un tono triste y severo: 

"—¡Julio! ¡Anteayer ha tenido usted tratos con el diablo! ¡Venga a confesarse!" 

Ahora bien, el abate Vianney no podía saber por vías naturales lo que había pasado hacía dos días. Asombrado el joven conde se arrodilló dócilmente en el confesionario, y prometió que nunca más tomaría parte en un juego, el cual el hombre de Dios calificaba de diabólico. 

Poco tiempo después, cuando estuvo de regreso en París, se encontró de nuevo en un salón donde se jugaba a hacer moverse y hablar un velador. 

Lo invitan a participar; él rehusa. Insisten, pero se mantiene firme. Los asistentes ignoran su negativa. Las manos se unen alrededor del velador. El conde de Maubou se mantiene alejado y desde su rincón protesta interiormente contra el juego que se desarrolla sin su concurso. Contra todo lo esperado el velador no se mueve. El médium, es decir el que dirige el juego, se muestra muy sorprendido y termina por decir: "¡No comprendo nada! ¡Debe de haber aquí una fuerza superior que paraliza nuestra acción!" 

Y he aquí un segundo episodio en un todo semejante al primero. 

Un joven oficial, Charles de Montluisant, habiendo oído hablar de las maravillas de Ars, decidió ir hasta allí, por pura curiosidad. En el camino los oficiales convinieron en que cada uno de ellos haría una pregunta al cura de Ars. Sólo de Montluisant declaró que "no teniendo nada que decirle, ¡nada le diría!" 

Llegan, pues a Ars. De pronto, uno de los visitantes, queriendo hacerle una pequeña broma a su camarada y dirigiéndose al cura, le dice: 

"—Señor cura, este es Charles de Montluisant, un joven capitán de porvenir que desearía preguntarle algo." 

El capitán está atrapado. Siguiendo la broma de su compañero y no sabiendo qué decir, le hace simplemente esta pregunta: 

"—Pues bien, señor cura, estas historias de diablos que se cuentan con respecto a usted no son reales, ¿verdad? . . . ¡Es pura imaginación!" 

El cura, por toda respuesta fija su mirada penetrante en el oficial y dice, con voz breve y categórica: 

"—¡Ah, amigo mío! ¡Usted sabe algo al respecto! . . . ¡Sin lo que usted hizo no hubiera podido liberarse de él!" 

Respuesta enigmática y sin embargo llena de seguridad. Todos se miraron. Todos callaron y el joven capitán, ante el asombro de sus amigos, no contestó. 

Pero cuando estuvieron solos sus compañeros quisieron aclarar las cosas. O bien el cura había hablado al tuntún, sin decir nada preciso, o bien había querido decir algo, pero ¿qué? 

De Montluisant respondió que estando en París para sus estudios se había afiliado a un grupo filantrópico en apariencia pero que en realidad era una asociación espiritista. 

"Cierto día — les contó — al volver a mi cuarto tuve la impresión de no estar solo. Inquieto por esa sensación tan extraña, miro, busco por todas partes: nada. Al día siguiente la misma cosa . . . Y además me pareció que una mano invisible me apretaba la garganta . . . Yo tenía fe. Fui a buscar agua bendita a Saint-Germain- Auxerrois, mi parroquia. Asperjé el cuarto en sus rincones y recovecos. A partir de ese instante toda impresión de una presencia extranatural cesó. Y después no volví a poner los pies en casa de los espiritistas . . . No dudo que sea ése el incidente, ya lejano, al cual acaba de hacer alusión el cura de Ars."  

Los hechos que acabamos de relatar son para integrar el expediente del espiritismo, del cual tendremos ocasión de volver a hablar en otro capítulo. Pero cuando pensamos en las luces exclusivamente divinas por las cuales el santo cura de Ars se ha mostrado iluminado, a todo lo largo de su vida, en las numerosas experiencias que ha hecho por las innumerables confesiones que ha oído, es imposible no sentirse impresionados por la certidumbre categórica en extremo, que fue siempre la suya, del carácter demoníaco de la mayoría de las operaciones que constituye el espiritismo propiamente dicho. 

El cura de Ars veía y sabía cosas que nosotros no vemos ni sabemos. Su sentimiento sobre semejantes temas no es despreciable y es por ello que hemos creído necesario insistir, sin querer por eso resolver problemas tan complejos como son los de la metafísica. 

Balance y comparaciones 

Al término de este capítulo que nos ha puesto en presencia de rasgos tan particulares y, para nuestro espíritu moderno, tan extraños, no podríamos hacer nada mejor que establecer un balance por una parte y hacer algunas comparaciones por la otra. El balance vamos a pedírselo al demonio mismo y él nos explicará su encarnizamiento contra el cura de Ars. Las comparaciones que haremos a renglón seguido, con el abate Monnin, nos servirán para situar al santo hombre dentro de la serie de los grandes servidores de Dios del pasado.  

Si el diablo le tenía rencor a Jean-Marie Vianney, si trataba de desviarlo a cualquier precio de su tarea, ya sea gastando sus fuerzas por el insomnio, ya sea sumiéndolo con sutileza en angustias que le daban deseos de huir al desierto, es porque sabía bien toda la eficacia de su plegaria, de su maceración, de su ministerio junto a los pobres pecadores. Una mujer que mostraba señales de posesión y por boca de la cual Satán en persona parece haber hablado, le dijo cierto día delante de testigos: 

"—¡Cómo me haces sufrir! . . . Si hubiera tres como tú sobre la tierra mi reino sería destruido. . . ¡Me has robado más de ochenta mil almas!" 

En el momento en que estas palabras fueron pronunciadas el cura de Ars tenía en su parroquia a un misionero a quien había encargado que predicara a sus fieles. Volviéndose hacia él, le dijo, disminuyendo en tres cuartos la cifra que todos habían oído bien: "¿Oyó usted, señor misionero?; el demonio pretende que nosotros dos solos destruimos su imperio y que le hemos quitado veinte mil almas." 

Pero el demonio había dicho bien ochenta mil y no había hablado para nada del misionero, sino solamente del cura de Ars. Fue por un acto doble de humildad que el santo redujo el balance de sus victorias y asoció a él a su colega. 

No es necesario decir que el número citado en este caso por la mujer poseída que iba a ser curada por nuestro santo, no era el balance definitivo. Como lo dirá un día el mismo cura de Ars:, "¡Sólo Dios sabe todo el bien que se ha hecho aquí!" y al dícir esto mostraba su confesionario. Si todos sus penitentes no fueron convertidos, ni mucho menos, es indiscutible que para muchos de ellos, para la mayoría quizá, se trataba de un regreso a la fe o, por lo menos, a la práctica religiosa. 

Abordemos ahora las comparaciones. Cuando estudiamos de cerca la calidad espiritual del cura de Ars, no podríamos dejar de advertir la evidencia de que su amor prodigioso de la penitencia había sido extraído de los grandes ejemplos de los santos de antaño, pero más especialmente de los santos de la Tebaida y de los desiertos egipcios. Existen buenas pruebas de que el cura de Ars conocía las vidaS de los eremitas y cenobitas de Egipto y que citaba con gusto episodios de esas vidas en sus famosos catecismos y en sus sermones. 

Y justamente es un rasgo de semejanza entre él y esos santos, que su maestro, el abate Balley, le había tantas veces elogiado, tratando de imitarlos delante de él, el hecho de que fuera gratificado con infestaciones diabólicas. Es imposible hablar de San Antonio el Grande, sobre todo, antepasado de la vida eremítica, sin recordar las infestaciones demoníacas con que fue perseguido. Los visitantes que llegaban hasta él, en la montaña desierta de Kolsim, casi nunca arribaban allí sin oír alrededor del santo, rompiendo el silencio de la inmensidad, una mezcla de ruidos confusos pero formidables, como un estruendo de armas y de caballos. Hubiérase dicho una ciudad sitiada por un ejército enemigo. Y eran los espíritus invisibles los que armaban toda esa batahola, como iba a hacerlo el Arpeo en Ars, muchos siglos más tarde. 

Otro célebre solitario, San Hilarión, no podía ponerse a rezar sin oír a su alrededor ladridos de perros, mugidos de toros, silbidos de serpientes u otros ruidos no menos extraños y aterradores. 

Alrededor de la celda de San Pacomio, el padre del cenobitismo, los diablos hacían tal batahola que hubiérase dicho que iban a echar por tierra y a destruir todo. 

Aparecían alrededor de la cabaña de San Abraham con un hacha en la mano, como para demolerla. 

Otras veces prendían fuego a su estera, lo mismo que iban a hacer con la cama del cura de Ars. 

Y, como lo dice el abate Monnin, podemos recorrer la vida de los santos. Hay pocos de ellos que no hayan estado en lucha abierta y a menudo ruidosa y memorable con Satán. Nombremos con el autor citado a San Benito, San Francisco de Asís, Juan de Dios, Vicente Ferrer, Pedro de Alcántara y entre las santas: Margarita de Cortone, Angela de Foligno, Rita de Cascia, Rosa de Lima y tantas otras. 


Presencia de Satán en el mundo moderno
Capitulo I
Monseñor Cristiani