martes, 27 de octubre de 2015

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXXIV)


CAPÍTULO 34 

Como los buenos y los Santos pueden con verdad tenerse en menos 
que todos, y decir que son los mayores pecadores del mundo. 

No será curiosidad, sino de mucho provecho, declarar cómo los buenos y los Santos pueden con verdad tenerse en menos que todos y decir que son los mayores pecadores del mundo, pues decimos que hemos de procurar llegar aquí. Algunos Santos no quieren responder a esta cuestión, sino se contentan con sentirlo ellos así en su corazón. Cuenta San Doroteo que como el abad Zósimo estuviese un día platicando de la humildad y dijese esto de sí, se halló allí un sofista o filósofo, y le preguntó: «¿Cómo te tienes por tan pecador, pues sabes que guardas los mandamientos de Dios?» Respondió el santo abad: «Yo sé que esto que digo es verdad, y así lo siento; no me preguntes más.» Empero San Agustín, Santo Tomás y otros Santos responden a esta cuestión y dan diversas respuestas. La de San Agustín y Santo Tomás es que poniendo uno los ojos en los defectos que él conoce en sí, y considerando en su prójimo los dones ocultos que tiene o puede tener de Dios, puede cada uno con verdad decir de sí que es más vil y mayor pecador que todos; porque mis defectos los sé yo, y no sé los dones ocultos que el otro tiene de Dios.

 —¡Oh que le veo que comete tantos pecados que yo no cometo! 

—¿Y qué sabéis vos lo que Dios ha obrado en su corazón después acá? En un momento oculta y secretamente puede aquél haber recibido algún don y merced de Dios, con lo cual os haga ventaja, como aconteció en aquel fariseo y publicano del Evangelio que entraron a orar al templo: De verdad os digo, dice Cristo nuestro Redentor (Lc., 18, 14), que el publicano y tenido por malo salió de allí justificado; y, el fariseo, que se tenía por bueno, salió condenado. Esto nos había de bastar para escarmentar, y para que no nos atrevamos a preferir ni comparar con nadie, sino que nos quedemos solos en el postrer lugar, que es lo seguro. 

Al que de verdad y de corazón es humilde, muy fácil cosa le es el tenerse en menos que todos. Porque el verdadero humilde considera en los otros las virtudes y lo bueno que tienen, y en sí sus defectos, y anda tan ocupado en el conocimiento y remedio de ellos, que no se le levantan los ojos a mirar faltas ajenas, pareciéndole que tiene harto que hacer en llorar sus duelos; y así a todos los tiene por buenos y a sí solo por malo. Y mientras más santo es uno, más fácil le es esto; porque así como va creciendo en las demás virtudes, va también creciendo en humildad y conocimiento propio, y en mayor desprecio de sí mismo, que todo anda junto. Y mientras más luz y conocimiento tiene de la bondad y majestad de Dios, más profundo conocimiento tiene de su miseria y de su nada, porque [un abismo llama a otro abismo] (Sal., 41, 8). Aquel abismo del conocimiento de la bondad y grandeza de Dios descubre el abismo y profundidad de nuestra miseria, y hace ver los átomos y polvos infinitos de las imperfecciones. Y si nosotros nos tenemos en algo, es porque tenemos poco conocimiento de Dios y poca luz del Cielo. Aún no han entrado por las puertas de nuestra alma los rayos del Sol de Justicia; y así, no sólo no vemos los átomos, que son nuestras faltas e imperfecciones menudas, pero aún tenemos tan corta vista, o, por mejor decir, estamos tan ciegos, que aun las faltas graves no echamos de ver. 

Se añade a esto que ama Dios tanto la humildad, y le agrada tanto que se tenga uno en poco a sí mismo y o se conserve en eso, que por eso suele muchas veces en grandes siervos suyos, a quien Él hace muchas mercedes y beneficios, disfrazar tanto sus dones y comunicarlos tan secreta y escondidamente que el mismo que los recibe no lo entiende, y piensa que no tiene nada. Dice San Jerónimo: Toda aquella hermosura del Tabernáculo estaba cubierta con cilicios, y pieles de animales. Así suele Dios cubrir y encubrir la hermosura de las virtudes y de sus dones y beneficios con diversas tentaciones, y a veces con algunas faltas e imperfecciones que permite, para que así las conserven mejor, como las brasas cubiertas con las cenizas. San Juan Clímaco dice que como el demonio procura ponernos delante nuestras virtudes y buenas obras, para que nos ensoberbezcamos, porque desea nuestro mal, así al contrario, Dios nuestro Señor, porque desea nuestro mayor bien, suele dar luz artificial a sus siervos para que conozcan sus faltas e imperfecciones, encubrir y disfrazar tanto sus dones, que el mismo que los recibe no lo entienda. Y es doctrina común de los Santos. Dice San Bernardo: «Para conservar la humildad en sus siervos, suele la divina bondad disponer las cosas de tal manera, que cuanto uno va aprovechando más, tanto menos piense que aprovecha, y cuando ha llegado al último grado de la virtud, permite que tenga alguna imperfección en el primero, para que piense que aún no ha alcanzado aquél». Lo mismo nota San Gregorio en muchas partes. 

Por esto comparan algunos muy bien a la humildad, y dicen que se ha con las otras virtudes como el sol con las demás estrellas; es esta razón, que como cuando aparece el sol, desaparecen y se encubren las otras estrellas, así cuando hay humildad en el alma, se encubren las demás virtudes. y le parece al humilde que no tiene ninguna virtud. Dice San Gregorio: «Siendo a todos manifiestas estas virtudes, ellos solos no las ven». De Moisés cuenta la Sagrada Escritura (Éxodo 34, 29) que cuando salió de hablar con Dios, traía un grande resplandor en su rostro, y lo veían los hijos de Israel, y él no; así el humilde no ve en sí alguna virtud; todo lo que ve le parece que son faltas e imperfecciones y aún cree que la menor parte de sus males es la que él conoce y que son muchos más los que ignora. Con esto le es fácil tenerse en menos y por el mayor pecador de cuantos hay en el mundo. 

Es verdad, para que lo digamos todo, que como son muchos y diversos los caminos por donde Dios lleva a sus escogidos, aunque a muchos lleva por el camino que hemos dicho, de encubrirles sus dones, que ellos mismos no los vean ni piensen que los tienen, a otros se los manifiesta y hace que los conozcan para que los estimen y agradezcan. Y así decía el Apóstol San Pablo (1 Cor., 2, 12): Nosotros hemos recibido, no el espíritu de este mundo, sino el espíritu de Dios, para que conozcamos los dones que recibimos de su mano. Y la sacratísima Reina de los Ángeles muy bien conocía y reconocía las mercedes y dones grandes que tenía y había recibido de Dios. Dice Ella en su cántico (Lc., 1, 46): Magnifica y engrandece mi alma al Señor, porque ha obrado en Mi grandes cosas el que es todopoderoso. Y esto no sólo no es contrario a la humildad y perfección, antes está acompañado de una tan alta y levantada humildad, que por eso la llaman los Santos humildad de grandes y perfectos varones. 

Hay empero aquí un peligro y engaño grande, de que nos advierten los Santos, y es que algunos piensan de sí que tienen más dones de Dios de los que tienen. En el cual engaño estaba aquel miserable a quien mandó Dios decir en el Apocalipsis (3, 17): Dices que eres rico y que de nada tienes necesidad, y no entiendes que eres miserable, pobre, ciego y desnudo. En el mismo engaño estaba aquel fariseo del Evangelio, el cual daba gracias a Dios porque no era él como los otros hombres (Lc., 18, 11), creyendo de sí que tenía lo que no tenía, y que era por eso mejor que los otros. Y algunas veces se nos entra esta soberbia tan oculta y secretamente, que casi sin sentirlo ni entenderlo estamos muy llenos de nosotros mismos y de nuestra propia estimación. Por eso es gran remedio el tener el hombre siempre los ojos abiertos para ver las virtudes ajenas, y cerrados para ver las suyas propias; y así vivir siempre con un santo temor, con el cual están más seguros y guardados los dones de Dios.

Pero, al fin, como nuestro Señor no está atado a eso y lleva a los suyos por diversos caminos, algunas veces, como dice el Apóstol San Pablo, quiere Él hacer esta particular merced a sus siervos, que conozcan los dones que de su mano han recibido. Y entonces parece que tiene más dificultad la cuestión propuesta: ¿Cómo estos santos varones espirituales, que conocen y ven en sí grandes dones, que han recibido de Dios, pueden con verdad tenerse en menos que todos, y decir de sí que son los mayores pecadores del mundo? Ya cuando nuestro Señor lleva a uno por ese otro camino de encubrirle sus dones, y que no vea en sí ninguna virtud, sino todo faltas e imperfecciones, no tiene eso tanta dificultad; pero en estos otros, ¿cómo puede ser? Muy bien puede ser con todo eso; sed vos humilde como San Francisco, y entenderéis el cómo. Apretándole su compañero, cómo podía en verdad decir y sentir esto de sí, respondió el seráfico Padre: «Verdaderamente entiendo y creo, que si Dios hubiera hecho con un ladrón y con el mayor de los pecadores las misericordias y beneficios que ha hecho conmigo, que fuera mucho mejor que yo, y que fuera más agradecido que yo. Y, por el contrario, entiendo y creo que si Dios levantase su mano de mí, y no me tuviese, que yo cometería mayores males que todos los hombres y sería peor que todos ellos». Y por esto, dice, yo soy el mayor pecador y más ingrato de todos los hombres. Ésta es muy buena respuesta y humildad muy profunda y doctrina maravillosa. Este conocimiento y consideración es la que hacía a los Santos hundirse debajo de la tierra, ponerse a los pies de todos, y tenerse con verdad por los mayores pecadores del mundo; porque tenían plantada y arraigada muy bien en su corazón la raíz de la humildad, que es el conocimiento de su propia flaqueza y miseria, y sabían penetrar y ponderar muy bien lo que ellos eran y tenían de sí; y eso les hacía creer que, si Dios los dejara de su mano y no les estuviera siempre teniendo, fueran los mayores pecadores del mundo; y así se tenían por tales. Y los dones y beneficios que habían recibido de Dios, los miraban ellos, no como cosa suya, sino como cosa ajena y prestada. Y no sólo no les estorbaba ni impedía para que ellos se quedasen enteros en su humildad y bajeza y se tuviesen en menos que todos; antes les ayudaba más a eso, por parecerles que no se aprovechaban de ellos como debían. De manera que a cualquier parte que volvamos los ojos, ahora los pongamos en lo que tenemos de nuestra parte, ahora los levantemos a lo que hemos recibido de Dios, hallaremos harta ocasión para humillarnos y teneros en menos que todos. 

San Gregorio pondera a este propósito aquellas palabras que dijo David a Saúl, después que pudiéndole matar en la cueva donde había entrado, le perdonó y le dejó ir, se sale tras él y le da voces, diciendo (Sam., 24, 15): ¿A quién persigues, rey de Israel? A un perro muerto persigues; a una pulga como yo. Pondera muy bien el Santo: Ya David estaba ungido por rey y había sabido del Profeta Samuel, que le ungió, que Dios quería quitar el reino a Saúl y dársele a él, y con todo eso se le humilla, y se apoca y abate delante de él, sabiendo que Dios le tenía preferido a él, y que delante de Dios era mejor que él. Para que de aquí aprendamos nosotros a teneros en menos que los que no sabemos en qué grado están delante de Dios.

 EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
 VIRTUDES CRISTIANAS. 
 Padre Alonso Rodríguez, S.J.