martes, 13 de octubre de 2015

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXXIII)


CAPITULO 33 

Declarase más el tercer grado de humildad, y que de ahí nace 
que el verdadero humilde se tiene en menos que todos

Para que entendamos Mejor este tercer grado de humildad y nos podamos fundar bien en él, es menester tomar el agua más de atrás. Así como arriba dijimos (cap. 4) que todo el ser natural y todas las operaciones naturales que tenemos, las tenemos de Dios, porque nosotros éramos nada, y entonces no teníamos fuerza para movernos, ni para ver, ni oír, ni gustar, ni tender, ni querer; más dándonos Dios el ser natural, nos dio estas potencias y fuerzas, y así a Él le hemos de atribuir así el ser como estas operaciones naturales; de la misma manera y con mucha mayor razón hemos de decir en el ser sobrenatural y obras de gracia, y tanto más cuanto éstas son mayores y más excelentes. El ser sobrenatural que tenemos, no lo tenemos de nosotros, sino de Dios; al fin es ser de gracia, que por eso se llama así, porque es añadido al ser de naturaleza graciosamente. Nosotros nacimos en pecado, hijos de ira (Ef., 2, 3), enemigos de Dios, el cual nos sacó de aquellas tinieblas a su admirable luz, como dice el Apóstol San Pedro (1 Pedro 2, 9). Nos hizo Dios de enemigos, amigos, de esclavos, hijos; de no valer nada, tener ser agradable en sus ojos. Y la causa por que Dios hizo esto no fueron nuestros merecimientos pasados, ni el respeto de los servicios que le habíamos de hacer, sino por su sola bondad y misericordia, como dice San Pablo (Rom, 3, 20): [Justificados sois de balde por gracia de Dios, por la redención que está en Jesucristo], y por los merecimientos de Jesucristo, único medianero nuestro. 

Pues así como no podíamos nosotros salir de la nada que éramos al ser natural que tenemos, ni podíamos obrar obras de vida, ni ver ni oír ni sentir, sino que todo eso fue dádiva graciosa de Dios, y a Él se lo hemos de atribuir todo, sin que nos podamos atribuir a nosotros gloria alguna de ello, así tampoco podíamos salir nosotros de las tinieblas del pecado en que estábamos y en que fuimos concebidos y nacidos, si Dios por su infinita bondad y misericordia no nos sacara; ni podíamos obrar obras de vida, si Él no nos diera su gracia para ello; porque el valor y merecimiento de las obras no es por lo que tienen de nosotros, sino por lo que tienen de la gracia del Señor: como el valor que tiene la moneda no lo tiene de suyo, sino por el cuño con que se labra. Y así no debemos atribuirnos gloria alguna, sino toda a Dios, cuyo es así lo natural como lo sobrenatural, trayendo siempre en la boca y en el corazón aquello de San Pablo (I Cor, 15, 10): Por la gracia de Dios soy eso que soy. 

Mas mí como decíamos que no sólo nos sacó Dios de la nada y nos dio el ser que tenernos, sino que aun después que fuimos criados y recibimos el ser, no nos tenemos en nosotros mismos, sino que nos está Dios sustentando, teniendo y conservando con su mano poderosa para que no caigamos en el pozo profundo de la nada, de la cual primero nos sacó; de la misma manera en el ser sobrenatural, no sólo nos hizo Dios merced de sacarnos de las tinieblas de los pecados en que estábamos a la luz admirable de la gracia, sino siempre nos está conservando y teniendo de su mano para que no tornemos a caer; de tal manera, que si un punto apartase y alzase Dios su mano y guarda de nosotros, y diese licencia al demonio para que nos tentase cuanto quisiese, nos tornaríamos a los pecados pasados y a otros peores. [Dios anda siempre a mi diestra para que no sea movido], decía el Profeta David (Sal., 15, 8). Vos estáis siempre a mi lado, teniéndome para que no sea derribado; vuestro es, Señor, el levantarnos de la culpa, y vuestro es el no haber vuelto a caer en ella. Si me levanté fue porque me disteis la mano; y si ahora estoy en pie, es porque Vos me tenéis para que no caiga. Pues así como decíamos que aquello basta para tenernos en nada, porque de nuestra parte eso somos, y eso éramos, y eso seríamos si Dios no nos estuviese siempre conservando, así esto también basta para tenernos siempre por pecadores y malos; porque, cuanto es de nuestra parte, eso somos y eso fuimos eso seríamos si Dios no nos estuviese teniendo de su mano. 

Y así dice San Alberto Magno que el que quisiere alcanzar la humildad ha de plantar en su corazón la raíz de la humildad, esto es, que conozca su propia flaqueza y miseria, y entienda y pondere muy bien, no sólo cuán vil y miserable es ahora, sino cuán vil y miserable puede ser y sería el día de hoy si Dios con su mano poderosa no le apartase de los pecados y le quitase las ocasiones y le ayudase en las tentaciones. ¡En cuántos pecados hubiese yo caído si Vos, Señor, no me hubierais por vuestra infinita misericordia librado! ¡Cuántas ocasiones de pecar me habéis excusado que bastaran para derribarme, pues derribaron a David, si Vos no las atajarais conociendo mi flaqueza! ¡Cuántas veces habéis atado las manos al demonio para que no me tentase cuanto pudiese y si me tentase, para que no me venciese. ¡Cuántas veces podría yo decir con verdad aquellas palabras del Profeta (Sal., 93, 17): Si Vos, Señor, no hubierais ayudado, ya mi ánima estaría en los infiernos! ¡Cuántas veces fui combatido y trastornado para caer, y Vos, Señor, me tuvisteis, y poníais allí vuestra blanda y poderosa mano para que no me lastimase! Si os decía que mis pies habían resbalado, luego vuestra misericordia me ayudaba. ¡Oh. cuántas veces nos hubiéramos ya perdido si Dios por su infinita bondad y misericordia no nos hubiera guardo! Pues eso es en lo que nos hemos de tener, porque eso es lo que somos y lo que tenemos de nuestra parte, eso fuimos y eso seríamos también ahora si Dios apartase y alzase su mano y su guarda de nosotros. 

De aquí venían los Santos a confundirse, despreciarse y humillarse tanto, que no se contentaban con tenerse en poco y por malos y pecadores, sino que se tenían en menos que todos, y por los más viles y pecadores de cuantos había en el mundo. Un San Francisco, del cual leemos que le había Dios levantado y encumbrado tanto, que su compañero, estando en oración, vio allá entre los serafines una silla muy ricamente labrada de varios esmaltes y piedras preciosas que estaba preparada para él. Y preguntándole después: Padre, ¿qué reputación tienes de ti? Respondió: «No creo que hay en el mundo mayor pecador que yo.» Y lo mismo dijo de sí el glorioso Apóstol San Pablo (1 Tim., 1. 15): Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales el primero y principal soy yo. Y así nos amonesta a nosotros que procuremos llegar a esta humildad, que nos tengamos por inferiores y por menos que todos, y que a todos los reconozcamos por superiores y mejores. Dice San Agustín: no nos engaña el Apóstol cuando nos dice que nos tengamos por los menores, y que a todos los tengamos por superiores y mejores, ni nos manda que usemos palabras de adulación y lisonja. Los Santos no decían con mentira ni con fingida humildad que eran los mayores pecadores del mundo, sino con verdad, porque así lo sentían en su corazón. Y así nos encargan a nosotros que lo sintamos y digamos no por cumplimiento ni con ficción. 

San Bernardo pondera muy bien a este propósito aquel dicho del Salvador (Lc., 14, 10): Cuando fueres convidado, siéntate en el postrer lugar. No dijo que escogieseis un lugar mediano, o que os sentaseis entre los postreros, o en el penúltimo lugar, sino sólo quiere que estéis en el postrer lugar. No sólo no os habéis de preferir a nadie, pero ni habéis de presumir de compararos ni igualaros con nadie; sólo habéis de quedar en el postrer lugar, sin igual en vuestra bajeza, teniéndoos por el más miserable y pecador de todos: A ningún peligro, dice, os ponéis en humillaros mucho y poneros debajo de los pies de todos; pero el anteponeros a sólo uno os puede hacer mucho daño. Y trae aquella comparación común: así como si pasáis por una puerta baja, no os puede dañar el abajar mucho la cabeza, pero un tantico menos que os dejéis de bajar de lo que la puerta requiere, os puede hacer mucho daño y quebraros la cabeza; así en el ánima, el abajarse y humillarse mucho no puede dañar, empero el dejarse de humillar un poco, el querer anteponerse e igualar a sólo uno, es cosa peligrosa. ¿Qué sabes, oh hombre, si ese uno que piensas que es no sólo peor que tú (que por ventura te parece que ya vives bien), sino que es el más malo de los malos y el más pecador de los pecadores ha de ser mejor que ellos y que tú, y si lo es ya delante de Dios? ¿Quién sabe si cruzará Dios las manos, como Jacob (Gen., 48, 14), y se trocarán las suertes, y serás tú el desechado y el otro el escogido? ¿Qué sabéis vos lo que ha obrado Dios en su corazón de ayer acá y en un momento (Eccli., 11, 23) [Fácil cosa es a Dios de repente enriquecer al pobre]. En un instante puede Dios hacer de un publicano y de un perseguidor de la Iglesia apóstoles suyos, como hizo a San Mateo y a San Pablo. De pecadores empedernidos, y más duros que un diamante, puede hacer hijos de Dios (Mt., 3, 9). ¡Cuán engañado se halló aquel fariseo (Lc., 7. 39). que juzgó a la Magdalena por mala, y cómo le reprendió Cristo nuestro Redentor, y le dio a entender que era mejor que él la que él tenía por pública pecadora! 

Y así San Benito, Santo Tomás y otros Santos ponen éste por uno de los doce grados de humildad. Decir y sentir de sí que es el peor de todos. No basta decirlo con la boca, es menester que lo sintáis así en vuestro corazón. No pienses haber aprovechado algo sino te tienes por el peor de todos, dice aquel Santo (Kempis). 

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS. 
 Padre Alonso Rodríguez, S.J.