jueves, 30 de octubre de 2014

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXIV)


CAPÍTULO 24 

Confirmarse lo dicho con algunos ejemplos. 

Cuenta Pedro Cluniacense que hubo en la Orden de la Cartuja un religioso de santa y probada vida en quien nuestro Señor conservó tan casto, puro y entero, que ni aun entre sueños tuvo jamás alguna ilusión. Llegándose la hora de su muerte, como asistiesen a su cabecera todos los religiosos, el prior, que, también estaba allí, le mandó que les dijese cuál era la cosa en que entendía haber agradado más a nuestro Señor en esta vida. El respondió: «Padre, dificultosa cosa es la que me mandas, y que en ninguna manera la dijera, si la obediencia no me obligara a ello. Yo desde mi niñez he sido muy afligido y perseguido del demonio; pero según la muchedumbre de los dolores y tribulaciones que padecía mi corazón así era recreada mi anima con las muchas consolaciones que Cristo y la Virgen María, su Madre, me enviaban. Estando, pues, yo un día muy afligido y fatigado con graves tentaciones del demonio, se me apareció la soberana Virgen, y con su presencia huyeron los demonios y cesaron todas sus tentaciones, y después de haberme consolado y animado a perseverar y a ir adelante en la virtud y perfección, me dijo: «Y para que mejor puedas hacer esto, te quiero decir en particular de los tesoros de mi Hijo, tres maneras o ejercicios de humildad, en los cuales ejercitándote agradarás mucho a Dios y vencerás a tu enemigo, y son: que te humilles siempre en esas tres cosas: en la comida, en el vestido y en los oficios que hicieres; de manera que en el comer desees y procures los manjares más viles; y en el vestido, el más pobre y grosero; y cuanto a los oficios, procures siempre los más bajos y humildes, teniendo por grande honra y ganancia ocuparte en los oficios más abatidos y despreciados de que otros se desdeñan y huyen». Y en diciendo esto, desapareció, y yo imprimí en mi corazón la virtud y eficacia de aquellas sus palabras, para hacer de allí en adelante según Ella me había enseñado, y con esto ha sentido mi ánima gran provecho.» 

Casiano cuenta del abad Pafnufio que, siendo monje en Egipto y abad de un monasterio, por sus venerables canas y admirable vida estimado y honrado de los monjes como padre y maestro, llevando mal tanta honra y deseando verse humillado y olvidado y tenido en poco, una noche salió secretamente de su monasterio, y vistiéndose un hábito de seglar, se partió para el monasterio de Pacomio, que estaba muy lejos del suyo y florecía entonces mucho en rigor y fervor de santidad, para que allí, no siendo conocido, le instasen como a un novicio y le tuviesen en poco. Y estuvo a la puerta muchos días pidiendo el hábito humildemente, postrándose y arrodillándose delante de todos los monjes; allí de propósito le despreciaban y daban en rostro, que después de estar harto de gozar del mundo, a la vejez, venía a servir a Dios, cuando parece que venía más por necesidad y porque le diesen de comer y sirviesen, que no para servir él. Al fin le recibieron, dándole cargo de la huerta del monasterio, poniéndole otro por superior a quien en todo obedeciese. Haciendo su oficio con gran exacción y humildad, procuraba hacer todo lo que otros rehusaban, que era lo más molesto de la casa, y no contentándose con lo que hacía de día, se levantaba de noche secretamente y aderezaba las cosas que podía en casa sin que pudiese ser visto, maravillándose todos por la mañana por no saber quién lo hacía. 

Estuvo así tres años muy contento, de la buena ocasión que tenía entre manos de trabajar y ser tenido en poco, que era lo que tanto había deseado. Y como los monjes sintiesen mucho la ausencia de tal Padre, salieron algunos de ellos a buscarle por diversas partes; y ya desconfiados de hallarle, al cabo de tres años, como pasase por el monasterio de Pacomio uno de los monjes de Pafnufio, bien descuidado de hallarle, al fin le reconoció estando el Santo estercolando la tierra. Se le echó a sus pies: los que le vieron no poco se espantaron de esto, y más cuando supieron quién era, por la fama que de él y de sus cosas tenían, pidiéndole perdón. El santo viejo lloraba su desdicha en haber sido descubierto por envidia del demonio y perdido el tesoro que allí tenía. Le llevaron, aunque por fuerza, a su monasterio; le recibieron con incomparable alegría, y le guardaban desde entonces con mucha diligencia. Pero no fue parte esto para que él (con el deseo grande que tenía de ser menospreciado y desconocido, y con el sabor y gusto de aquella vida humilde que en el otro monasterio había tenido) dejase de salirse otra noche. Teniendo antes concertado de partirse en una nao a Palestina que era muy lejos; se hizo así, aportando al monasterio de Casiano. Pero nuestro Señor, que tiene cuidado de levantar los humildes, ordenó cómo allí fuese descubierto de unos monjes suyos que allí habían venido a visitar aquellos Santos Lugares; siendo el santo viejo por estas cosas más estimado. 

En las Vidas de los Padres se cuenta de un monje que habiendo vivido mucho tiempo en el Yermo en soledad, en gran penitencia y oración, le vino una vez al pensamiento que ya debía de ser perfecto, y se puso en oración, y pidió a Dios: Señor, muéstrame lo que me falta para la perfección. Y queriendo Dios humillar sus pensamientos, oyó una voz que le dijo: Ve a tal persona (que era un hombre que guardaba puercos) y haz lo que él te dijere. Y en el mismo tiempo le fue revelado al otro cómo iba a hablarle aquel solitario, y que le dijese que tomase el azote y guardase los puercos. Llegado el viejo solitario, después de haberle saludado, le dijo: «Yo deseo servir mucho a Dios. Dime por caridad lo que me conviene hacer para esto». Le preguntó: «¿Harás tú lo que yo te dijere?» Respondió el viejo que sí. Entonces, le dijo: «Toma este azote y vete a guardar los puercos». Él obedeció, porque deseaba servir a Dios y alcanzar lo que le faltaba para la perfección. Y andaba el buen viejo con su azote guardando puercos, y los que le conocían, que eran muchos, por ser grande la fama de su santidad en aquella tierra, viéndole guardar puercos, decían: «¿Habéis visto cómo aquel viejo solitario, del cual oíamos decir tan grandes cosas, se ha tornado loco y anda guardando puercos? Los muchos ayunos y la mucha penitencia le debieron de secar el cerebro y ha enloquecido». Y el buen viejo, que oía decir estas cosas, lo llevaba con mucha paciencia y humildad, y perseveró así algunos días. Y viendo Dios su humildad, y que llevaba de buena gana aquellas afrentas y vituperios, le mando que de nuevo se tornase a su lugar. 

En el Prado Espiritual se cuenta de un santo obispo que, dejado el obispado y su honra, se vino solo a la ciudad santa de Jerusalén, con deseo de ser tenido en poco, porque no era de nadie allí conocido; vistiéndose pobremente, asentó por peón en las obras públicas, sustentándose de su trabajo. Había allí un conde llamado Efremio, hombre piadoso y prudente, el cual tenía a su cargo reparar los edificios públicos de la ciudad; éste vio diversas veces al santo obispo dormir en el suelo, y veía una columna de fuego que salía de él, que llegaba al Cielo, lo cual le tenía muy maravillado, por verle un hombre tan pobre y sucio con la tierra de los edificios, crecidos el cabello y barba, y que vivía en un oficio tan vil y despreciado. Finalmente, un día no se pudo contener, sin que le llamase aparte, y le preguntase quién era. El santo respondió que era uno de los pobres de la ciudad, y que pasaba su vida en aquel trabajo por no tener con qué sustentarse. Al conde no le quietó esta respuesta, queriéndolo así Dios para honrar a su siervo, descubriendo su humildad; y así le volvió a preguntar una y muchas veces quién era, con tan grande instancia, que le constriñó a descubrírselo, así le dijo que con dos condiciones se lo descubriría: la una, que mientras viviese no había de descubrir nada de todo lo que le dijese; la otra, que no le había de preguntar su nombre. Se lo concedió, y él le descubrió cómo era obispo, y que por huir la honra y estimación había venido huido. 

Cuenta San Juan Climaco de un hombre principal de Alejandría, que vino a ser recibido en un monasterio; al cual el abad, como le pareciese por su aspecto y otras señales hombre áspero, altivo e hinchado con la vanidad del siglo, quiso llevarle por el seguro camino de la humildad; y así le dijo: «Si verdaderamente has determinado de tomar sobre ti el yugo de Cristo, te has de dejar ejercitar con los trabajos de la obediencia». Él respondió: «Así como el hierro está en las manos del herrero sujeto a todo lo que quiera hacer de él, así yo, Padre, me sujeto a todo lo que me mandares». Pues quiero, dijo él, que estés a la puerta del monasterio y te derribes a los pies de todos cuando entran y salen, y les digas que rueguen a Dios por ti, porque eres gran pecador. El obedeció muy bien a esto; y después de haber estado siete años en este ejercicio y alcanzado por este medio una gran humildad, quiso el abad recibirle en el monasterio en compañía de los otros, y ordenarle cómo merecedor de esta honra. Mas él, echando muchos rogadores, y entre ellos al mismo San Juan Climaco, acabó con el superior que le dejase en el mismo lugar y ejercicio que hasta entonces había tenido, hasta que acabase su carrera, como significando o conjeturando que ya el día de su fin se llegaba. Y así fue, porque diez días después de esto, nuestro Señor le llevó para Sí. Y siete días después llevó consigo al portero del mismo monasterio, a quien había prometido en su vida que, si después de su muerte tenía alguna cabida con Dios, le negociaría que fuese su compañero muy presto, y así fue. Dice más el mismo Santo: que cuando estaba vivo y se ejercitaba en aquel ejercicio de humildad, le preguntó en qué se ocupaba o pensaba en aquel tiempo, y respondió que su ejercicio era tenerse por indigno de la conversación del monasterio y de la compañía y vista de los Padres, y de levantar los ojos para mirarlos. 

Se cuenta en las Vidas de los Padres, que contaba el abad Juan que un filósofo tuvo un discípulo que cometió una culpa, y le dijo: «No te perdonaré si no sufres las injurias de otros por tres años». Lo hizo así, y vino por el perdón, y volvió a decir el filósofo: «No te perdono si no das premios otros tres años porque te injurien». Lo hizo así, y entonces le perdonó y le dijo: «Ya podrás ir a Atenas a defender la sabiduría»; con lo cual fue a Atenas, y un filósofo injuriaba a los que entraban a oírle de nuevo, por ver si tenían paciencia; y como le hiciese una injuria y él se riese, le dijo: «¿Cómo te ríes injuriándote yo?» Respondió: «Tres años di dones porque me injuriasen, y ahora hallando quien me injurie de balde, ¿no quieres que me ría?» Entonces le dijo el filósofo: «Entra, que tú eres bueno para la sabiduría». De lo cual concluía el abad Juan que le paciencia era la puerta de la sabiduría. 

El Padre Mateo, en la Vida que escribe de nuestro bienaventurado Padre San Ignacio, cuenta que yendo una vez nuestro Padre en peregrinación de Venecia a Padua con el Padre Diego Lainez, con unos vestidos muy viejos y remendados, viéndolos un pastorcillo, se llegó cerca de ellos y se comenzó a reír y burlar de ellos. Se paró nuestro Padre con mucha alegría; y diciéndole el compañero que por qué no andaba y dejaba a aquel muchacho, respondió: «¿Por qué hemos de privar a este niño de este contento y alegría que se le ha ofrecido?» Y así estuvo parado para que el muchacho se hartase de mirarlo y de reír y burlar de él, recibiendo él mayor contento con este desprecio que los del mundo reciben con las honras y estima. De nuestro Padre San Francisco de Borja se cuenta en su Vida, que yendo una vez de camino con el Padre Bustamante, que era su compañero, llegaron a una posada, donde no hubo para dormir sino un aposentillo estrecho con sendos jergones de paja; se acostaron los Padres, y el Padre Bustamante, por su vejez y ser fatigado de asma, no hizo en toda la noche sino toser y escupir, y pensando que escupía hacia la pared, acertó acaso a escupir en el Padre Francisco, y muchas veces en el rostro. El padre no habló palabra, ni se mudó ni desvió por ello. A la mañana, cuando el Padre Bustamante vio de día lo que había hecho de noche, quedó en gran manera corrido y confuso; y el Padre Francisco, no menos alegre y contento, para consolarle le decía: «No tenga pena de eso, Padre, que yo le certifico que no había en el aposento lugar más digno de ser escupido que yo». 

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.  
Padre Alonso Rodríguez, S.J.