lunes, 30 de junio de 2014

LA MEJOR BANDERA LA CRUZ - I


El árbol de la muerte y de la vida.

(Leyenda oriental fundada en la Sagrada Escritura y en las tradiciones adoptadas por San Vicente Ferrer y otros Santos). 

Acababa de ofrecer en Salem su primer sacrificio de pan y vino el gran sacerdote Melquisedech, cuando el mismo Espíritu de Dios, que le había inspirado aquel acto de culto, hízole vislumbrar, a través de larga serie de siglos, la fecunda realidad de su sacrificio profético. 

Vio al Verbo de Dios oculto bajo la envoltura humana, ofreciendo al Padre el sacrificio de su carne y pendiente de un árbol sangriento; admiró la inmensa amargura de aquel sacrificio prefigurado en el suyo de pan y vino, y súbito apareció en su alma un pensamiento de indignación que ya no se separó de ella. 

«Árbol fatídico, exclamó; árbol cuyo fruto emponzoñó nuestra existencia, y de hijos de Dios nos mudó en hijos de pecado; árbol seductor de donde brotaron la perdición y la muerte; he aquí los resultados de la desobediencia en que tu fruto hizo incurrir a los primeros padres. Los ciclos se inclinan hacia la tierra para disipar tu sombra con su espléndida lumbre; tu sombra, extendida sobre toda la raza pecadora, es la que obliga al Hijo del Eterno á revestirse de nuestra carne y morir por nuestro pecado. Árbol de pecado, ¿dónde estás? Manifiéstate y te arrancaré de tu asiento y te entregaré al desprecio de los mortales para que todos huellen tu ignominia». 

Una voz secreta le dijo entonces al corazón: 

«Las fuentes que brotaban en medio del Paraíso bañan todavía el árbol de la muerte: de ellas se forman los cuatro ríos paradisíacos Phison, Gehon, Tigris y Euphrates». 

Melquisedech sintió al punto invencible deseo de recorrer el Asia en busca de aquellas fuentes, para arrancar el árbol decrépito y darle el destino que acababa de prometerle. 

Algunos días después hallábase á orillas del Eufrates, acompañado de dos familiares, un hombre venerable que se dirigía al país de Hevilath, cuna del oro y del aljófar y del brillante, según el sagrado texto (Génesis). Era el gran Sacerdote. 

Ardua era la empresa, pero él, puesto en Dios su corazón, clavada su memoria en el árbol de la muerte, insensible á. la fatiga y seguro de coronar su obra, vadeando ríos, y cruzando páramos, y atravesando bosques, y venciendo montañas, llegó, después de largas jornadas, á la tierra de Mosoch, tocó en la de Arphaxad, pasó á la primitiva de Chus, llegó á los límites de la de Hevilath, y desde las alturas del Ararat observó que en las vertientes de aquella enriscada cordillera brotaban las fuentes de los cuatro ríos. ¡Estaba en el Paraíso de Adán Eva! 

Pero su alma languideció de tristeza al contemplar aquellos parajes solitarios, un día acariciados por brisas del cielo y entonces yermos y sombríos corno la región de la muerte. Al arrojar de allí á nuestros primeros padres, el Angel había hecho pasar su espada de fuego por aquel país de delicias, convirtiéndolo en estrago y desolación. Allí palpitaba todavía la venganza y oprimía el corazón bajo el peso de sus iras. 

En medio de un valle de hórrido aspecto, habitado por muchedumbres de terribles serpientes, y de singular manera señalado por la espada del ángel, vio el impávido sacerdote un árbol parduzco, casi negro, sin nombre conocido, tan gigantesco, tan seco, tan extraño, que semejaba la visión de los sueños de un criminal. Melquisedech, sin embargo, acercóse, lo examinó, y pudo hallar en él señales inequívocas de la primera maldición que Dios lanzó á la tierra. 

La destructora mano del tiempo parecía haber temido acercarse al árbol de perdición: espeso matorral de agudas espinas cercaba su tronco, por el cual subió enroscada y silbando enorme serpiente; densa sombra que helaba el corazón se cernía sobre aquel árbol espantoso, como para no dejarle recibir la luz del cielo; y el viento, rozando indignado contra su seco ramaje, parecía murmurar palabras de terrible anatema. 

No había duda. Aquel árbol fatídico era el de la muerte; de aquel árbol había procedido la ruina universal que tan sangrientos sacrificios había de costar al Hijo de Dios. 

Melquisedech hizo una señal á los que le acompañaban, y aunque el árbol era de extremada dureza, á los pocos momentos se desplomaba al suelo crujiendo como atormentado por maléfico genio invisible. 

De su ramaje se hizo una gran pira, cuyas cenizas se esparcieron á los cuatro vientos, y el tronco fue arrastrado hasta el nacimiento del Eufrates. Se le arrojó al agua, y flotando sobre la corrientelle llego al país de Aram, de donde fue trasladado al río Jordán para conducirlo á Salem. 

Pasó algún tiempo, muy poco, y sobre un torrente de Salem hallábase tendido á manera de puente un enorme tronco que servía de paso. Era el árbol de la muerte, allí colocado por Melquisedech, para que, hollándolo todos los transeúntes, hollasen en él el pecado y la muerte que por él habían entrado en el mundo. 

Corrieron las generaciones y los siglos; el país de Canaán era ya la morada de los hijos de Jacob. Salem habíase convertido en Jerusalem; sentábase en el trono de David su hijo Salomón, y la reina de Sabá venía á rendir un tributo de admiración al Rey de la sabiduría. 

Entonces miró el Señor el tronco del torrente, y dijo: 

«Arbol de maldición fuiste, fuiste árbol de muerte, y has pagado ya lo que de ti podían exigir los hombres; pero Dios exige de ti una satisfacción más abundante: serás convertido en árbol de bendición y de vida, y tu segundo fruto borrará los males que causó el primero. Las generaciones han maldecido de ti, pero otras generaciones te bendecirán y adoraran agradecidas». 

La reina de Sabá, de retorno á su tierra, iba á pasar por el tronco del torrente, al tiempo que el Señor pronunciaba estas palabras. Dios hizo que ella las sorprendiese en su corazón, y la afortunada reina conoció desde luego los futuros destinos de aquel madero. 

«No—dijo,—no profanará mi pie ese tronco venerando, sobre el cual ha de morir el Redentor del mundo. Vadeemos el torrente, y vaya un nuncio á poner en conocimiento de Salomón lo que Dios acaba de inspirarme». 

Su orden fue obedecida; y cuando Salomón estuvo sabedor de lo ocurrido, en nombre del Redentor profetizó diciendo: 

«Debajo de un árbol te comuniqué salud y vida, humanidad pecadora, debajo del árbol mismo á cuya sombra fue desflorada tu madre y violada la que te dio á luz» (Cant.). 

En seguida, para librar de la profanación el venerable madero que había de ser el instrumento de nuestra Redención, así como lo fue de nuestra ruina, el hijo de David mandó hacer una hoya de cuarenta pies de profundidad y lo enterró en el fondo, convirtiendo después aquella excavación en una piscina para el servicio del Templo. Esta piscina fue la que recibió el nombre de Probática.

Y porque en su fondo yacía aquel venerable instrumento por medio del cual había de consumar el Redentor la obra de nuestra salud, la virtud del cielo afluyó desde luego á la piscina como el agua de las vertientes que la alimentaban. Un ángel removía en determinados tiempos del año sus aguas, comunicándoles virtud para sanar al primer enfermo que las tocase después de la moción 

Llegada por fin la plenitud de los tiempos, el Verbo de Dios se encarnó, y habitó entre nosotros, y vivió nuestra vida, y predicó su Evangelio, y padeció, y fue sentenciado á muerte de cruz. La hora de la Redención había llegado; del árbol de la muerte iba á brotar la vida del cielo.

Un encargo habían hecho los escribas y fariseos al carpintero que había de construir la cruz: «Hazla— dijéronle—de madera dura y pesada, para que sirva de mayor tormento al seductor que ha de llevarla sobre sus propios hombros al lugar del suplicio». 

En las aguas de la piscina Probática repercutió esta fiera blasfemia: estremeciéronse de espanto, y su fuerte sacudimiento removió la tierra del fondo, dejando al soterrado madero libre paso para que subiese á flotar en la superficie.

Acertaba a pasar por allí el desgraciado carpintero, vio aquel enorme tronco flotante, apreció su dureza y el peso que la humedad le comunicaba, y como muy acomodado á su intento, lo sacó y construyó de el una cruz de quince pies de largo por diez de brazo. La raza deicida quedó gustosa de este trabajo impío. 

Pocas horas habían pasado, y el Autor de la vida exhalaba los últimos suspiros de la suya clavado en aquella cruz.

El sacrificio de Melquisedech había llegado á su plenitud: la profecía de Salomón habíase cumplido. Del mismo árbol fatal, cuyo fruto nos había causado la muerte, pendía el fruto de vida eterna; allí fué corrompida y violada la progenitora de los hijos del pecado, y allí otra mujer purísima fue constituida progenitora de los hijos de Dios; allí desobedeció el hombre terreno que introdujo el pecado, y allí ,obedeció hasta la muerte el hombre celestial que nos dio la gracia. 

La gracia y el pecado, la muerte y la vida, Adán y Jesús, Eva y María, el cielo y la tierra iban esculpidos en aquel árbol, proclamando unos la ruina del imperio del mal por ellos establecido, y abriendo otros la gran era de reconciliación entre Dios y los hombres. 

Cuando me postro ante una partícula de aquel árbol para adorarla, siento en mi alma un frío glacial que la enerva y anonada: es la muerte del pecado que de lo alto de aquel árbol lanzó sobre ella su germen para perderla. Mas por un contraste único en la creación, siento también calor dulcísimo y vivificante que difunde en la misma vigor y alegría: es la vida de la gracia que de lo alto del mismo árbol dejó caer sobre mi alma un germen divino para salvarla. 

Y así, luchando y reluchando entre la muerte y la vida, entre el pecado y la gracia, entre el espíritu y la carne, y tembloroso ante la partícula de aquel árbol más antiguo que el hombre y durable hasta el fin de los tiempos, terrible como la muerte y amable corno la vida, adoro los inescrutables designios de la Providencia... y entro en reflexión de mis pecados... me confundo... y clamo á Dios... y termino diciendo y repitiendo con el Apóstol: 

«Lejos sea de mí gloriarme sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». 

¡O Crux, ave, spes unica! ¡Oh Cruz Santa, Cátedra del Dios de los humildes, Trono del Rey de los perseguidos por la justicia! Sólo en Ti me gloriaré; Tú eres mi única alegría, mi única esperanza, mi único amor; Tú eres mi salud y mi santidad. 

Mírote cuando la víbora de la tentación me muerde y con su letal veneno emponzoña mi alma, y sólo con mirarte siento renacer la vida en mí, como renacía en los israelitas del desierto cuando, mordidos por las serpientes, miraban la Cruz del monte.  

¡Oh Cruz, piedra angular del mundo, llave de la Historia, consumación de todos los misterios, cumplimiento de todas las profecías, fundamento de toda sociedad civilizada! ¡Oh Cruz, puerta del Cielo y muerte del pecado, compendio de toda virtud y de toda ciencia, escarnio del mundo y sabiduría de Dios! Mírante los impíos y blasfeman de Ti; los mundanos, y te desprecian; los tibios, y quedan indiferentes; los fervorosos, y ante Ti se postran; los Santos, y ante Ti se extasían y contigo se abrazan. Mírante los sabios del mundo y llámante necedad; mírante los sabios de Dios y no hallan saber fuera de Ti, ni verdad sin tu verdad, ni luz sin tu luz, ni riqueza sin tu pobreza, ni alegría sin tu dolor. 

Triunfa, Cruz de mi Dios; triunfa de las potestades del mundo, sé el estandarte de todas las naciones, alúmbranos desde los templos y las plazas, desde los monumentos y las torres, desde los valles y las escarpadas cimas, en la tierra, en el mar y en los aires. Triunfa, Cruz de mi Dios, para que todos se gloríen en Ti y en Ti se inspiren las artes y las ciencias, las sociedades y los gobiernos. 

Siglo tuyo, siglo de la Cruz será el venidero, porque los ejércitos de la Cruz, los humildes, los pobres, los perseguidos, los Santos Crucíferos, por tu virtud han de dominar la tierra y someterla á tu imperio soberano. Todos te adorarán, todos se gloriarán en Ti, todos cantarán tus alabanzas. 

 «Salve, Crux sancta, salve, mundi gloria; 
Vera spes nostra, vera ferens gaudia; 
Signunt salutis, salus in periculis; 
Vitale lignum, vitam ferens oniniunt, 
Te adoramus, te Crucem vivificam...»


APOLOGÍA DEL GRAN MONARCA
P. José Domingo María Corbató
Editado el año 1904