miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA OBEDIENCIA ¿PUEDE OBLIGARNOS A DESOBEDECER?


Me pareció que, en las circunstancias actuales, no era inútil poner nuevamente ante vuestros ojos lo que escribí el 20 de enero de 1978 como consecuencia de algunas objeciones que nos hicieron, concernientes a nuestra actitud frente a los problemas que plantea la situación actual de la Iglesia. 

Una de esas preguntas era: ¿Cómo concibe Vd. la obediencia al Papa? 

He aquí la respuesta dada hace 10 años: 

"Los principios que determinan la obediencia son conocidos y de tal modo conformes al sano juicio y al sentido común, que uno se pregunta cómo personas inteligentes pueden decir que prefieren equivocarse con el Papa, a estar en la Verdad contra el Papa.

"No es eso lo que nos enseña la ley natural, ni el Magisterio de la Iglesia. La obediencia supone una autoridad que da una orden o edicto, una ley. Las autoridades humanas, aún aquellas instituidas por Dios, sólo tienen autoridad para alcanzar el fin asignado por Dios y no para desviarse de él. Cuando la autoridad usa su poder en contra de la ley para la cual ese poder le ha sido dado, no tiene derecho a la obediencia y se le debe desobedecer.

Esta necesidad de desobediencia se acepta frente a un padre de familia que instiga a su hija a prostituirse, frente a la autoridad civil que obliga a los médicos a provocar abortos y a matar inocentes; pero, en cambio, se acepta a todo precio la autoridad del Papa que sería infalible en su gobierno y en todas sus palabras. Esto es desconocer realmente la historia e ignorar lo que en realidad es la infalibilidad. 

Ya dijo San Pablo a San Pedro que no caminaba según la Verdad del Evangelio (Gal. 1,8). 

Santo Tomás, cuando habla de la corrección fraterna hace alusión a la resistencia de San Pablo frente a San Pedro y comienza así: "Resistir de frente y en público sobrepasa la medida de la corrección fraterna. San Pablo no lo habría hecho con San Pedro si él o hubiera sido su Igual de alguna manera... Es necesario saber sin embargo que si se trata de un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos por sus inferiores aún publicamente". Esto surge de la manera y de la razón de obrar de San Pablo con respecto a San Pedro, al cual le estaba sujeto, dice la glosa de San Agustín, "el mismo jefe de la Iglesia mostró a los superiores que si por casualidad llegaban a dejar el buen camino, aceptaran ser corregidos por sus inferiores" (Sto. Tomás 2 a, 2 ae, q 33 art. 4 ad, 2). 

El caso que evoca Santo Tomás de Aquino no es quimérico dado que tuvo lugar con Juan XXII, en vida de él. Este creyó poder afirmar como opinión personal que las almas de los elegidos gozaban de la visión beatífica recién después del juicio final. 

Escribió esta opinión en 1331 y en 1332 predicó una opinión semejante con respecto a la pena de los condenados. Pretendía proponer esta opinión por un decreto solemne. 

Pero las fuertes reacciones de parte de los dominicos, sobre todo los de París, y de los Franciscanos, le hicieron renunciar a ésta en favor de la opinión tradicional, definida por su sucesor Benedicto XII en 1336. 

He aquí lo que dice el Papa León XIII en su Encíclica Libertas Praestantissimum del 20 de junio de 1888: "Supongamos pues una prescripción de un poder cualquiera que estuviera en desacuerdo con los principios del sano juicio y con los intereses del bien público (y con mayor razón si es contra los principios de la fe), ella no tendría ninguna fuerza de ley..." Y un poco más adelante: "Desde el momento en que el derecho de mandar falta, o que el mandamiento es contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, entonces es legítimo desobedecer, queremos decírselo a los hombres, con el fin de obedecer a Dios". 

Entonces nuestra desobediencia está motivada por la necesidad de guardar la fe católica. Las órdenes que nos fueron dadas, expresan claramente que lo fueron para obligarnos a someternos sin reservas al Concilio Vaticano II, a las reformas postconciliares y a las prescripciones de la Santa Sede, es decir a orientaciones y actos que socavan nuestra fe y destruyen la Iglesia; decidirnos a eso es imposible. Colaborar en la destrucción de la Iglesia es traicionar a la Iglesia y a Nuestro Señor Jesucristo. 

Ahora bien, todos los teólogos dignos de ese nombre, enseñan que si el Papa por sus actos destruye la Iglesia, no podemos obedecerle, (Vitoria: obras pp-486-487. Suárez de fide, disp. X, sec. VI, n.2 16. San Roberto Belarmino: De Rom. Pont libro II, c. 29. Cornelius a Lapide: ad Gal. 2, 11, etc. ...) y debe ser reprendido respetuosa pero públicamente". 

Los principios de la obediencia a la autoridad del Papa son aquéllos que ordenan las relaciones entre una autoridad delegada y sus subordinados. No se aplican a la autoridad Divina que siempre es infalible e indefectible y entonces no supone ninguna falla. 

En la medida en que Dios comunicó su autoridad al Papa y en la medida en que el Papa quiera usar de esa infalibilidad, que implica condiciones bien precisas para su ejercicio, no puede haber en este caso fallas. 

Mas allá de este caso preciso, la autoridad del Papa es infalible y de este modo los criterios que obligan a la obediencia se aplican a sus actos. No es inconcebible pues que haya un deber de desobediencia frente al Papa. 

La autoridad que le ha sido conferida fue para fines precisos y en definitiva para la gloria de la Trinidad, de Nuestro Señor Jesucristo y la salvación de las almas. 

Todo lo que fuera realizado por el Papa en oposición con este fin no tendría ningún valor legal y ningún derecho a la obediencia, más aún, obligaría a la desobediencia para permanecer en la obediencia a Dios y en fidelidad a la Iglesia. 

Es el caso de todo lo que los últimos Papas han mandado en nombre de la libertad religiosa y del ecumenismo a partir del Concilio: todas las reformas hechas bajo este nombre están despojadas de todo derecho y de toda obligación. Los Papas han utilizado entonces su autoridad contrariamente al fin para el cual esta autoridad les ha sido dada. Tienen derecho a nuestra desobediencia. 

La Fraternidad y su historia manifiestan públicamente esta necesidad de la desobediencia para permanecer fieles a Dios y a la Iglesia. Los años 74-75-76 dejan el recuerdo de esta increíble lucha entre Ecóne y el Vaticano, entre el Papa y yo mismo. El resultado fue la condenación, la "suspensio adivinis" nula de pleno derecho. El Papa abusó tiránicamente de su autoridad para defender las leyes contrarias al bien de la Iglesia y al bien de las almas. 

Estos sucesos son una aplicación histórica de los principios que conciernen al deber de la desobediencia. Esto fue ocasión de la partida de un cierto número de sacerdotes amigos y de algunos miembros de la Fraternidad, asustados por esta condenación y que no comprendieron el deber de desobedecer en ciertas circunstancias. 

Ahora bien, doce años han pasado, oficialmente la condena permanece, las relaciones con el Papa están tirantes, tanto más se acerquen las consecuencias del ecumenismo a la apostasía, lo que nos obligó a reacciones vehementes. 

Entretanto el anuncio de una consagración episcopal el 29 de junio último convulsionó a Roma, que decide finalmente responder a nuestra petición de una visita apostólica, enviando el 11 de noviembre de 1987 al Cardenal Gagnon y a Mons. Perl. Tanto como se pudo juzgar por los discursos y las reflexiones de los Visitadores, su juicio es de los más favorables y el Cardenal no dudó en asistir a la Misa Pontifical del 8 de diciembre que celebra el prelado "suspendido a divinis". 

¿Cómo concluir con todo esto sino en que nuestra desobediencia lleva buenos frutos, reconocidos por los enviados de la autoridad a la cual nosotros desobedecemos? 

Y henos aquí enfrentados con nuevas decisiones a tomar. Más que nunca estamos animados en dar a la Fraternidad los medios para continuar su obra esencial: la formación de verdaderos sacerdotes de la Santa Iglesia Católica y Romana, es decir, darme sucesores en el episcopado. 

Roma comprende esta necesidad, pero ¿aceptará el Papa que los obispos sean miembros de la Tradición? Para nosotros no puede ser de otra manera. Cualquier otra solución sería el signo de que queremos alinearnos en la revolución conciliar, allí resurge inmediatamente nuestro deber de desobediencia. 

Las conversaciones están en curso y pronto conoceremos las verdaderas intenciones de Roma. Ellas decidirán el futuro. Es necesario que continuemos rezando y velando. 

!Que el Espíritu Santo nos guíe! por la intercesión de Nuestra Señora de Fátima.

Mons. Lefebvre, 20 de marzo de 1988

Tradición Católica Nº 48
Mayo 1989