sábado, 16 de febrero de 2013

DEL INEFABLE BIEN DE LA GRACIA DIVINA Y DEL GRAN MAL DE LA ENEMISTAD CON DIOS


No comprende el hombre su precio.
Job. 28, 13.
PUNTO 1

Dice el Señor que quien sabe apartar lo precioso de lo vil es semejante a Dios, que sabe desechar el mal y escoger el bien (Jer. 15, 19). Veamos cuán grande bien es la gracia divina, y qué mal inmenso la enemistad con Dios. No conocen los hombres el valor de la divina gracia (Jb. 28, 13). De aquí que la cambien por naderías, por humo sutil, por un poco de tierra, por un irracional deleite. Y, sin embargo, es un tesoro de infinito valor que nos hace dignos de la amistad de Dios (Sb. 7, 14): de suerte que el alma que está en gracia es regalada amiga del Señor.

Los gentiles, privados de la luz de la fe, creían cosa imposible que la criatura pudiera tener amistad con Dios; y hablando según el dictamen de su corazón, no se equivocaban, porque la amistad –como dice San Jerónimo– hace iguales a los amigos. Pero Dios ha declarado en varios lugares que por medio de su gracia podemos hacernos amigos suyos si observamos y cumplimos su ley (Jn. 15, 14). Por lo que exclama San Gregorio: “¡Oh bondad de Dios! No merecíamos ni aun ser llamados siervos suyos, y Él se digna llamarnos sus amigos”.

¡Cuán afortunado se estimaría el que tuviese la dicha de ser amigo de su rey! Mas si en un vasallo fuera temeridad pretender la amistad de su príncipe, no lo es que un alma sea amiga de su Dios. Refiere San Agustín que hallándose dos cortesanos en un monasterio, uno de ellos comenzó a leer la vida de San Antonio Abad, y conforme leía se le iba desasiendo el corazón de los afectos mundanos de tal modo, que hablaba así a su compañero: “Amigo, ¿qué es lo que buscamos?... Sirviendo al emperador, lo más que podremos pretender es el conseguir su amistad. Y aunque a tanto llegásemos, expondríamos a grave peligro la eterna salvación. Con harta dificultad lograríamos ser amigos del César. Mas si quiero ser amigo de Dios, ahora mismo puedo serlo”.

El que está, pues, en gracia, amigo del Señor es. Y aun mucho más porque se hace hijo de Dios (Sal. 81, 6). Tal es la inefable dicha que nos alcanzó el divino amor por medio de Jesucristo. Considerad cuál caridad nos ha dado el Padre queriendo que tengamos nombre de hijos de Dios y lo seamos (1 Jn. 3, 1).
Es también el alma que está en gracia esposa del Señor. Por eso el padre del hijo pródigo, al acogerle y recibirle de nuevo, le dio el anillo en señal de desposorio (Lc. 15, 22). Esa alma venturosa es, además, templo del Espíritu Santo. Sor María de Ognes vio salir a un demonio del cuerpo de un niño que recibía el bautismo, y notó que entraba en el nuevo cristiano el Espíritu Santo rodeado de ángeles.


PUNTO 2

Dice Santo Tomás de Aquino que el don de la gracia excede a todos los dones que una criatura puede recibir, puesto que la gracia es participación de la misma naturaleza divina. Y antes había dicho San Pedro: “Para que por ella seáis participantes de la divina naturaleza”. ¡Tanto es lo que por su Pasión mereció nuestro Señor Jesucristo Él nos comunicó en cierto modo el esplendor que de Dios había recibido (Jn. 17, 22); de manera que el alma que está en gracia se une con Dios íntimamente (1 Co, 6, 17), y como dijo el redentor (Jn. 14, 33), en ella viene a habitar la Trinidad Santísima.

Tan hermosa es un alma en estado de gracia, que el Señor se complace en ella y la elogia amorosamente (Cant. 4, 1): “¡Qué hermosa eres, amiga mía; qué hermosa!”. Diríase que el Señor no sabe apartar sus ojos de un alma que le ama ni dejar de oír cuanto le pida (Sal. 33, 16). Decía Santa Brígida que nadie podría ver la hermosura de un alma en gracia sin que muriese de gozo. Y Santa Catalina de Siena, al contemplar un alma en tal feliz estado, dijo que preferiría dar su vida a que aquella alma hubiese de perder tanta belleza. Por eso la Santa besaba la tierra por donde pasaban los sacerdotes, considerando que por medio de ellos recuperaban las almas la gracia de Dios.

¡Y qué tesoro de merecimientos puede adquirir un alma en estado de gracia! En cada instante le es dado merecer la gloria; pues, como dice Santo Tomás, cada acto de amor hecho por tales almas merece la vida eterna. ¿Por qué envidiar, pues, a los poderosos de la tierra? Si estamos en gracia de Dios podemos continuamente conquistar harto mayores grandezas celestiales.

Un hermano coadjutor de la Compañía de Jesús, según refiere el P. Patrignani en su Menologio, aparecióse después de su muerte y reveló que se había salvado, así como Felipe II rey de España y que ambos gozaban ya de la gloria eterna; pero que cuanto menor había él sido en el mundo comparado con el rey, tanto más alto era su lugar en el Cielo.

Sólo el que la disfruta puede entender cuán suave es la paz de que goza, aún en este mundo, un alma que está en gracia (Sal. 33, 9). Así lo confirman las palabras del Señor (Sal. 118, 165): “Mucha paz para los que aman tu ley”. La paz que nace de esa unión con Dios excede a cuantos placeres pueden dar los sentidos en el mundo (Fil. 4, 7).


PUNTO 3

Consideremos ahora el infeliz estado de un alma que se halla en desgracia de Dios. Está apartada de su Bien Sumo, que es Dios (Is. 59, 2): de suerte que ella ya no es de Dios, ni Dios es ya suyo (Os. 1, 9). Y no solamente no la mira como suya, sino que la aborrece y condena al infierno.

No detesta el Señor a ninguna de sus criaturas, ni a las fieras, ni a los reptiles, ni al más vil insecto (Sb. 11, 25). Mas no puede dejar de aborrecer al pecador (Sal. 5, 7); porque siendo imposible que no odie al pecado, enemigo en absoluto contrario a la divina voluntad, debe necesariamente aborrecer al pecador unido con la voluntad al pecado (Sb. 14, 9).

¡Oh Dios mío! Si alguno tiene por enemigo a un príncipe del mundo, apenas puede reposar tranquilo, temiendo a cada instante la muerte. Y el que sea enemigo de Dios, ¿cómo puede tener paz? De la ira de un rey se puede huir ocultándose o emigrando a algún otro lejano reino; pero ¿quién puede sustraerse de las manos de Dios? “Señor –decía David (Sal. 138, 8-10)–, si subiere al Cielo, allí estás; si descendiere al infierno, estás allí presente... Dondequiera que vaya, tu mano llegará hasta mí”.

¡Desventurados pecadores! Malditos son de Dios, malditos de los ángeles, malditos de los Santos, aun en la tierra malditos cada día por los sacerdotes y religiosos que, al recitar el Oficio divino, publican la maldición (Sal. 118, 21). Además, estar en desgracia de Dios lleva consigo la pérdida de todos los méritos.
Aunque hubiese merecido un hombre tanto como un San Pablo Eremita, que vivió noventa y ocho años en una cueva; tanto como un San Francisco Javier, que conquistó para Dios diez millones de almas; tanto como san Pablo, que alcanzó por sí solo, como dice San Jerónimo, más merecimientos que todos los demás Apóstoles, si aquél cometiera un solo pecado mortal, lo perdería todo (Ez. 18, 24); ¡tan grande es la ruina que produce el incurrir en desgracia del Señor!

De hijo de Dios, conviértese el pecador en esclavo de Satanás; de amigo predilecto se trueca en odioso enemigo; de heredero de la gloria, en condenado al infierno. Decía San Francisco de Sales que si los ángeles pudieran llorar, al ver la desdicha de un alma que cometiendo un pecado mortal pierde la divina gracia, los ángeles llorarían, compadecidos.

Pero la mayor desventura consiste en que, aunque los ángeles llorarían, si pudieran llorar, el pecador no llora. El que pierde un corcel, una oveja –dice San Agustín–, no come, no descansa, gime y se lamenta. ¡Perderá acaso la gracia de Dios, y come y duerme y no se queja!


AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ved. Redentor mío, el lamentable estado a que yo me reduje! Vos, para hacerme digno de vuestra gracia, pasasteis treinta y tres años de trabajos y dolores, y yo, en un instante, por un momento de envenenado placer, la he despreciado y perdido sin reparo. Gracias mil os doy por vuestra misericordia, porque me da tiempo de recuperar la gracia si de veras lo deseo.

Sí, Señor mío; quiero hacer cuanto pueda para reconquistarla. Decidme qué debo poner por obra para alcanzar el perdón. ¿Queréis que me arrepienta? Pues sí, Jesús mío, me arrepiento de todo corazón de haber ofendido a vuestra infinita bondad... ¿Queréis que os ame? Os amo sobre todas las cosas. Mal empleé en la vida pasada mi corazón, amando las criaturas, la vanidad del mundo.

De ahora en adelante viviré sólo para Vos, y a Vos no más amaré Dios mío, mi tesoro, mi esperanza y mi fortaleza (Sal. 17, 2). Vuestros méritos, vuestras sacratísimas llagas, serán mi esperanza. De Vos espero la fuerza necesaria para seros fiel. Acogedme, pues, en vuestra gracia, ¡oh Salvador mío!, y no permitáis que os abandone más otra vez. Desasidme de los afectos mundanos e inflamad mi corazón en vuestro santo amor.

María, Madre nuestra, haced que mi alma arda en amor de Dios, como arde la vuestra eternamente.

PREPARACIÓN PARA LA MUERTE 
San Alfonso Mª de Ligorio