martes, 6 de julio de 2010

SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS SOBRE LA HUMILDAD (I)


Aquel que se exalta, será humillado,
y aquel que se humilla será exaltado.
(S. Lucas XVIII, 14)

¿Podía manifestarnos de una manera más evidente, nuestro divino Salvador, la necesidad de humillarnos, esto, es de formar bajo concepto de nosotros mismos, ya en nuestras acciones, como condición indispensable para ir a cantar las divinas alabanzas por toda una eternidad?-Hallándose un día en compañía de otras personas y viendo que algunos se alababan del bien por ellos obrado y despreciaban a los demás, Jesucristo les propuso esta parábola, la cual tiene todas las apariencias de una verdadera historia. “Dos hombres, dijo, subieron al templo a orar; uno de ellos era fariseo, y el otro publicano. El fariseo permanecía en pie, y hablaba a Dios de esta manera: “Os doy gracias, Dios mío, por que no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano: ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de cuanto poseo”. Tal era su oración, nos dice San Agustín (Serm. CXV, cap.2, in illud Lucae). Bien veis que ella no es más que una afectación llena de su orgullo y vanidad; el fariseo no viene para orar ante Dios, ni para darle gracias; sino para alabarse a sí propio y aun para insultar a aquel que realmente ora. El publicano, por el contrario, apartado del altar, sin atreverse ni siquiera a elevar al cielo su mirada, golpeaba su pecho diciendo: “Dios mío, tened piedad de mí, que soy un miserable pecador”. –“Habéis de saber, añade Jesucristo, que éste regresó justificado a su casa, mas no el otro”. Al publicano le fueron perdonados sus pecados, mientras que el fariseo, con todas sus pretendidas virtudes, volvió a su casa más criminal que antes. Y la razón de ello es ésta: la humildad del publicano, aunque pecador, fue más agradable a Dios que todas las buenas obras del fariseo, mezcladas de orgullo. Y Jesucristo saca de aquí la consecuencia de que “el que quiera exaltarse será humillado, y el que se humille será exaltado”. Desengañémonos, Hijos mios, esta es la regla; la ley es general, nuestro divino Maestro es quien la ha publicado. “Aunque remontes tu cabeza hasta el cielo, de allí te arrojaré” (Jer. XLIX, 16), dice el Señor. Sí, H. M., el único camino que conduce a la exaltación provechosa para la otra vida, es la humildad (Gloriam praccedit humilitas. Prov. XV, 33). Sin esta bella y preciosa virtud de la humildad, no entraréis en el cielo; será como si os faltase el bautismo. De aquí podéis ya colegir, H. M., la obligación que tenemos de humillarnos, y los motivos que a ello deben impulsarnos. Voy pues ahora, H. M., a mostraros:
1.º Que la humildad es una virtud absolutamente necesaria para que nuestras acciones sean agradables a Dios y premiadas en la otra vida; 2.º Tenemos grandes motivos para practicarla, sea mirando a Dios, sea mirando a nosotros mismos.

I–Antes de haceros comprender , H. M. (hijos mios), la necesidad de esta hermosa virtud, para nosotros tan necesaria como el Bautismo después del pecado original; tan necesaria digo yo, como el sacramento de la Penitencia después del pecado mortal, debo primero exponeros en qué consiste una tal virtud, que tanto mérito atribuye a nuestras buenas obras, y que tan pródigamente enriquece nuestros actos. San Bernardo, aquel gran santo que de una manera tan extraordinaria la practicó, que abandonó las riquezas, los placeres, los parientes y los amigos para ir a pasar su vida en las selvas, entre las bestias fieras, a fin de llorar allí sus pecados, nos dice que la humildad es una virtud por la cual nos conocemos a nosotros mismos y, mediante esto, nos sentimos llevados a despreciar nuestra propia persona y a no hallar placer en ninguna alabanza que de nosotros se haga (De gradibus humilitatis et superbiae, cap.I).

Digo: 1º. que esta virtud nos es absolutamente necesaria, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo; puesto que el mismo Jesucristo nos dice que tan imposible nos es salvarnos sin la humildad como sin el Bautismo. Dice San Agustín: “Si me preguntáis cuál es la primera virtud de un cristiano, os responderé que es la humildad; si me preguntáis cuál es la segunda, os contestaré que es la humildad; si volvéis a preguntarme cuál es la tercera, os contestaré aún que es la humildad; y cuantas veces me hagáis esta pregunta, os haré la misma respuesta” (Epist.CXVIII ad dioscorum, cap. III, 22).

Si el orgullo engendra todos los pecados (Initium omnis paccati est superbia. Eccli. X, 15), podemos también decir que la humildad engendra todas las virtudes (Véase Rodríguez. Tratado de la humildad, cap. III). Con la humildad tendréis todo cuando os hace falta para agradar a Dios y salvar vuestra alma; mas sin ella, aun poseyendo todas las demás virtudes, será cual si no tuvieseis nada. Leemos en el santo Evangelio (Matth. XIX, 13) que algunas madres presentaban sus hijos a Jesucristo para que les diese su bendición. Los apóstoles las hacían retirar, mas Nuestro Señor desaprobó aquella conducta, diciendo: “Dejad que los niños vengan a Mí; pues de ellos y de los que se les asemejan, es el reino de los cielos”. Los abrazaba y les daba su santa bendición. ¿A qué viene esa buena acogida del divino Salvador? Porque los niños son sencillos, humildes y sin malicia. Asimismo, H. M., si queremos ser bien recibidos de Jesucristo, es preciso que nos mostremos sencillos y humildes en todos nuestros actos. “Esta hermosa virtud, dice San Bernardo, fue la causa de que el Padre Eterno mirase a la Santísima Virgen con complacencia; y si la virginidad atrajo las miradas divinas, su humildad fue la causa de que concibiese en su seno al Hijo de Dios. Si la Santísima Virgen es la Reina de las Vírgenes, es también la Reina de los humildes” (Hom. Iª super Missus est, 5). Preguntaba un día Santa Teresa al Señor por qué en otro tiempo, el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que no hace al presente. El Señor le respondió que ello era porque aquéllos eran más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad. Dios no comunica con ellos ni los ama como amaba a aquellos buenos patriarcas y profetas, tan simples y humildes.

Nos dice San Agustín: “Si os humilláis profundamente, si reconocéis vuestra nada y vuestra falta de méritos, Dios os dará gracias en abundancia; mas, si queréis exaltaros y teneros en algo, se alejará de vosotros y os abandonará en vuestra pobreza”.

Nuestro Señor Jesucristo, para darnos a entender que la humildad es la más bella y la más preciosa de todas las virtudes, comienza a enumerar las bienaventuranzas por la humildad, diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos”. Nos dice San agustín que esos pobres de espíritu son aquellos que tienen la humildad por herencia (Serm. LIII. In illud Matth. Beati pauperes spiritu). Dijo a Dios el profeta Isaías: “Señor, ¿sobre quiénes desciende el Espíritu Santo? Acaso sobre aquellos que gozan de gran reputación en el mundo o sobre los orgullosos? –No, dijo el Señor, sino sobre aquel que tiene un corazón humilde” (Is. LXVI, 2).

Esta virtud no solamente nos hace agradables a Dios, sino también a los hombres. Todo el mundo ama a una persona humilde, todos se deleitan en su compañía. ¿De dónde viene, en efecto, que por lo común los niños son amados de todos, sino de que son sencillos y humildes? La persona que es humilde cede siempre, no contraría jamás a nadie, no causa enfado a nadie, contentase de todo y busca siempre ocultarse a los ojos del mundo. Admirable ejemplo de esto nos lo ofrece San Hilarión. Refiera San Jerónimo que este gran Santo era solicitado de los emperadores, de los reyes y de los príncipes, y atraía hacia el desierto a las muchedumbres por el olor de su santidad, por la fama y renombre de sus milagros; mas él se escondía y huía del mundo cuanto le era posible. Frecuentemente cambiaba de celda, a fin de vivir oculto y desconocido; lloraba continuamente a la vista de aquella multitud de religiosos y de gente que acudían a él para que les curase sus males. Echando de menos su pasada soledad, decía, llorando: “He vuelto otra vez al mundo, mi recompensa será sólo en esta vida, pues todos me miran ya como persona de consideración”. “Y nada tan admirable, nos dice San Jerónimo, como el hallarle tan humilde en medio de los muchos honores que se le tributaban. Habiendo corrido el rumor de que iba a retirarse a lo más hondo del desierto donde nadie pusiese verle, interpusieron se veinte mil hombres para atajarle el paso; mas el Santo les dijo que no tomaría alimento hasta que le dejasen libre. Persistieron ellos durante siete días, pero, viendo que no comía nada… Huyó entonces a lo más apartado del desierto, donde se entregó a todo cuanto el amor de Dios pudo inspirarle. Sólo entonces creyó que comenzaba a servir a Dios” (Vida de los Padres del desierto, t. V, p. 191-194) Decidme, H. M., ¿es esto humildad y desprecio de sí mismo? ¡Ay! ¡cuán raras son estas virtudes! ¡mas también cuánto escasean los santos! En la misma medida que se aborrece a un orgulloso, se aprecia a un humilde, puesto que éste toma siempre para sí el último lugar, respeta a todo el mundo, y ama también a todos; esta es la causa de que sea tan buscada la compañía de las personas que están adornadas de tan bellas cualidades.

2.º Digo que la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes (Cogitas magnam fabricam construere cessitudinis? De fundamento Prius cogita humilitatis. S. Agust. Serm. in Matth. Cap. XI). Quien desee servir a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta virtud en toda su extensión. Sin ella nuestra devoción será como un montón de paja que habremos levantado muy voluminoso, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. Sí, H. M., el demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando le plazca. Lo cual vemos aconteció a aquel solitario que llegó hasta a caminar sobre carbones encendidos sin quemarse; pero, falto de humildad, al poco tiempo cayó en los más deplorables excesos (Vida de los Padres del desierto, t. Iº pág. 256). Si no tenéis humildad, podéis decir que no tenéis nada, a la primera tentación seréis derribados. Refiérese en la vida de San Antonio (ibid. Pág.52) que Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos que el demonio tenía pre parados para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba cual la hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios, le dijo: “¡Ay! Señor, ¿quién podrá escapar de tantos lazos?” Y oyó una voz que le dijo: “Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria para que puedan resistir a las tentaciones; mientras permite que el demonio se divierta con los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión. Mas a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas”. Al verse tentado San Antonio, no hacía otra cosa que humillarse profundamente ante Dios, diciendo: “¡Ay, Señor, bien sabéis que no soy más que un miserable pecador!” Y al momento el demonio emprendía la fuga.

Cuando nos sintamos tentados, H. M., mantengámonos escondidos bajo el velo de la humildad y veremos cuán escasa sea la fuerza que el demonio tiene sobre nosotros. Leemos en la vida de San Macario que, habiendo un día salido de su celda en busca de hojas de palma, apareciósele el demonio con espantoso furor, amenazando herirle; mas viendo que le era imposible porque Dios no le había dado poder para ellos, exclamó: “¡Oh Macario, cuánto me haces sufrir! No tengo facultad para maltratarte, aunque cumpla más perfectamente que tú lo que tú practicas: pues tú ayunas algunos días, y yo no como nunca; tú pasas algunas noches en vela, yo no duermo nunca. Sólo hay una cosa en la cual ciertamente me aventajas”. San Macario le preguntó cuál era aquella cosa. –“Es la humildad”. El Santo postrose, la faz en tierra, pidió a Dios no le dejase sucumbir a la tentación, y al momento el demonio emprendió la fuga (Vida de los Padre del desierto, t. II. p. 358. S. Macario de Egipto). ¡Oh, H. M.! ¡Cuán agradables nos hace a Dios esta virtud, y cuán poderosa es para ahuyentar el demonio! ¡Pero también cuán rara! Lo cual claramente se ve con sólo considerar el escaso número de cristianos que resisten al demonio cuando son tentados.

Y para desengañaros, para ver que no la habéis poseído nunca, H. M., fijaos sólo en un detalle bien sencillo. No, H. M., no son todas las palabras, todas las manifestaciones de desprecio de sí mismo lo que nos prueba que tenemos humildad. Voy a citaros ahora un ejemplo, el cual os probará lo poco que valen las palabras. Hallamos en la “Vida de los Padres del desierto” que, habiendo venido un solitario a visitar a San Serapio (ibid. p. 417), no quiso acompañarle en sus oraciones, porque, decía, he cometido tantos pecados que soy indigno de ello, ni me atrevo a respirar aquí donde vos estáis. Permanecería sentado en el suelo por no atreverse a ocupar el mismo asiento que San Serapio. Este Santo, siguiendo la costumbre entonces muy común, quiso lavarle los pies, y aún fue mayor la resistencia del solitario. Veis aquí una humildad que, según los humanos juicios tiene todas las apariencias de sincera; mas ahora vais también a ver en qué paró. San Serapio se limitó a decirle, a manera de aviso espiritual, que tal vez haría mejor permaneciendo en su soledad, trabajando para vivir, que no corriendo de celda en celda como un vagabundo. Ante este aviso, el solitario no supo ya disimular la falsedad de su virtud; enojose en gran manera contra el Santo y se marchó. Al ver esto, le dijo aquél: “¡Ah! Hijo mío, ¡me decíais hace un momento que habíais cometido todos los crímenes imaginables, que no os atrevíais a rezar ni a comer conmigo, y ahora, por una sencilla advertencia que nada tiene de ofensiva, os dejáis llevar del enojo! Vamos, hijo mío, vuestra virtud y todas las buenas obras que practicáis, están desprovistas de la mejor de las cualidades, que es la humildad”.

Por este ejemplo podéis ver cuán rara es la verdadera humildad. ¡Ay! Cuánto abundan los que, mientras se los alaba, se los lisonjea, o a lo menos, se les manifiesta estimación, son todo fuego en sus prácticas de piedad, lo darían todo, se despojarían de todo; mas una leve reprensión, un gesto de indiferencia, llena de amargura su corazón, los atormenta, les arranca lágrimas de sus ojos, los pone de mal humor, los induce a mil juicios temerarios, pensando que son tratados injustamente, que no es este el trato que se da a los demás. ¡Ay! ¡Cuan rara es esta hermosa virtud entre los cristianos de nuestros días! ¡Cuántas virtudes tienen sólo la apariencia de tales, y a la primera prueba viénense abajo!

San Juan Bta. Mª Vianney (Cura de Ars)

(Continuará)